domingo, 23 de mayo de 2021

Las apariencias engañan




Lleva don Régulo varios días sin afeitarse. Es un alivio levantarse sin la obligación de rasurar, engominar su pelambrera desgreñada, o emperejilar de gemelos y puñetas su almidonada camisa blanca. Hasta en bolas iría hoy al juzgado, sin birrete ni toga para espantar a Lolita, su vieja secretaria. O mejor no acudiría. Don Régulo se equivocó de oficio. Lo pasaba fatal cada vez que dictaba sentencia. Los temblores de sus dudas le corrían el espinazo, le atravesaban el corazón, como si él mismo fuese el encausado al que se enfrentaba. Don Régulo, a pesar de su ajustado nombre, no había nacido para juez. Bastante tenía con ser indulgente con sus propios defectos.

No siempre fue así. Al principio de su carrera se le veía feliz y triunfal. Todo el mundo le reverenciaba o esperaba de él que enderezara lo torcido, que pusiera las cosas en su sitio, que la balanza de su criterio fuese siempre fiel y acorde al derecho. Impartir justicia era para él su manera de mejorar el mundo. Hacer valer y cumplir aquel principio de la Constitución, en que el que todos los españoles sin excepción son iguales ante la ley, era sin duda un trabajo noble, pero para ello debía ser honesto. Bien claro lo dice el dicho: Medice, cura te ipsum.

El magistrado, aquel día, debía aclarar el caso en el que dos personas eran sospechosas del mismo delito. Se decantó por las apariencias de aquel que iba mal vestido, desaseado, con las manos llenas de grasa y además era bizco. La cara de este último llena la tenía de costras que le afeaban el rostro. Una persona pulcra y bien parecida nunca levantaría sospecha. La belleza como casi siempre es la tapadera de la fealdad más siniestra.

A los cuatro años se revisó la causa. Y se demostró la inocencia del imputado; pero para entonces este hombre deforme y desaliñado ya había pasado todo este tiempo en prisión provisional. Don Régulo, aquel mismo día, por dignidad pidió la baja del Cuerpo de Jueces del Estado.

Pero don Régulo no escarmienta. Anoche vio llegar a su hijo, un zagal de 17 años con los pelos pintarrajeados de azul cobalto y verde limón. El padre ve la cabeza de un papagayo cojo. Por dentro le entran los demonios. Pero no dice nada. Otra vez las dudas, que si su hijo es un okupa, un antisistema, un apestado. Teme que unos indeseables nazis lo muelan a palos a las puertas de una discoteca. A media noche, cuando su hijo duerme, el padre coge las tijeras y deja la cabeza del hijo trasquilada como un campo de avena roído por una plaga de conejos.

¿Tanto poder tiene la apariencia, –se pregunta don Régulo-,  para apoderarse de la propia esencia? Si fuera tan bello el cactus..., ¡sus espinas, caricias dulces serían sobre mi desequilibrada cordura!

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