martes, 6 de abril de 2021

Sobran las palabras



Era la primera vez que te ocurría. Te dio por reír. Te sentiste como un payaso de circo parodiando a un tonto al que se le enreda la mui y no atina a decir lo que quiere. Luego, cuando comprobaste que la cosa iba en serio, y que tanto tu boca como tus órganos fonadores no conseguían dar correctamente con las palabras necesarias para que el camarero te sirviera el segundo plato, te apuraste de verdad. El mozo, acostumbrado a verte cada día como una persona seria, que asiduamente después de su trabajo acudías a comer a su restaurante, por tu decir chistoso, ininteligible, pensó que el vino se te había subido a la cabeza. Sonrió y educadamente volvió a preguntarte: ¿Y de segundo, señor?

Por más que te empeñabas en decir que de segundo querías una carrillada de cerdo con patatas fritas, de tu analfabeta boca seguían saliendo palabras desordenadas, incomprensibles hasta para el más políglota de los intérpretes de Babel, un tal Félix Tezanos. El camarero seguía perplejo. No entendía nada. Tú te sentiste peor que él; y para salir del enredo, quisiste decir que te trajera lo de siempre. Ni por esas. El barullo verbal era el mismo. En una servilleta de papel intentaste escribir carrillada, con letras grandes… pero el camarero sólo pudo leer el mismo galimatías que tu boca farfullaba. En este caso, oralidad y escritura tampoco se correspondían. El mozo seguía parado delante de ti, sin saber lo que te apetecía de segundo. Con un gran pellizco en tu cara y gruñendo como un cerdo le dejaste claro lo que querías. Luego, de postre, lamiendo con la lengua tus labios gustosos, al tiempo que hacías temblar insistentemente un plato, pediste un flan. Te entendió perfectamente. Mientras tanto le echabas un ojo a los titulares del periódico: Lo que dice y no dice la encuesta del CIS.

Terminaste de comer. Con un continuado deslazamiento de los dedos índice y pulgar de tu mano derecha pediste la cuenta. El camarero comprendió a la primera. Pagaste.

De vuelta a casa, te esforzabas en leer en voz alta los anuncios de publicidad que colgaban de las farolas a tu paso. Eran tiempos de elecciones en la Comunidad de Madrid. Isabel Díaz Ayuso contra todos. Todos contra Ayuso, menos los de Vox. Carteles sembrados de palabras y palabras. Palabras muertas, coleando como rabos de lagartijas sin cerebro, desnucadas. Las leías, pero no llegabas a comprender su significado. 

Fue entonces cuando cambiaste el rumbo de tus pasos. En lugar de regresar a casa, te dirigiste hacia Malasaña, para acabar luego a las tantas de la madrugada, completamente ebrio, por los baretos de Ponzano. Si te liaste a copas fue por ver si venía la cordura a tu boca descarriada a tu sesera aún más grillada. Después de haber leído en el restaurante el desbarajuste de los sondeos electorales: Los votantes de Vox prefieren a la candidata del PP, Isabel Díaz Ayuso, más que a su propia candidata, Rocío Monasterio, querías saber si en un mundo sin palabras, sin encuestas, la comprensión no sería más fácil, más íntima, más cierta y sincera.

Después de tu noche loca, el taxi te dejó en Alcorcón, en la misma puerta de tu casa. La llave del piso se te resistía. Tu mujer habría bloqueado la cerradura por dentro. Este simple gesto te bastó para descubrir el más oscuro de los misterios que te mantuvo pedo todo el día: tus rencillas con tu esposa. Y con todas las fuerzas para que Alcorcón entero te oyera, gritaste: Isabel, mi querida Ayuso, no dejes a tu hombre aquí tirado como un perro en medio de la calle.

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