sábado, 3 de abril de 2021

Tu padre no es mejor que el mío

 



Leyendo a Héctor Abad me sorprendo de su facilidad para contar su vida. Su naturalidad me seduce. El autor construye el texto sin afectación alguna. Me atrae su fluidez y llaneza. Supongo que esta habilidad es la que todo escritor desearía para sí.

Los hay que, nada más ponerse a escribir, buscan y rebuscan palabras, metáforas sugerentes, giros novedosos y originales que dejen patidifusos a sus lectores. Y en este intento floriturero, lo que de por sí debiera resultar simple y sencillo, acaba siendo complejo y por tanto desdeñado. ¿Por qué no decir simplemente cómo que son las cosas, y no esmerarse tanto? ¡Que al final nuestro escrito acaba hecho una mierda! Resulta difícil hacer fácil lo fácil. Aconsejado por Flaubert en encontrar la palabra justa, algunos escritores se desvían precisamente de esa justeza. Y debido a ese afán de perfección literaria, se hacen repelentes. Repito, en cuanto a la forma, Héctor Abad me resulta genial por su manera espontanea de involucrarme en su lectura.

Independientemente de que El olvido que seremos me haya llegado al alma, y sin cuestionar por supuesto la noble figura de su padre, como hombre honesto, consecuente y auténtico, me atrevería a decir que el padre de este autor no es mejor que aquel otro, un simple albañil, fresador o carpintero. Si el padre de Héctor fue profesor de universidad, investigador, hombre comprometido, aquellos otros no lo fueron menos, pues en tiempos de penurias sacaron adelante a su familia y también combatieron contra la tiranía y pelearon por el restablecimiento de las libertades. Si el padre de Héctor Abad llevó a sus hijos a los mejores colegios de Colombia, si su madre era sobrina de obispos y cancilleres, emprendedora y adelantada a su tiempo, la mujer del albañil o del picapedrero no lo fueron menos, compartiendo las tareas de la casa con su trabajo en la fábrica, remendando calcetines y culeras de una prole de hijos que, si aprendieron a leer y a escribir fue porque después de sus trabajos le quitaban horas al sueño. Que conste que no es mi intención confrontar dos realidades, que aunque distintas sociológicamente, ambas persiguieron el mismo objetivo: la mejor crianza y educación para sus hijos.

Y en cuanto al contenido de este libro, (la adoración que un hijo siente por su padre), no deja de sorprenderme, y me apasiona por vocación y profesión.
Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz…
Era muy indulgente (se refiere a su padre), con nuestras debilidades si las consideraba irremediables como una enfermedad.
Hace tan sólo unos días la hija de aquel otro albañil, barrendero o tonelero recordaba también la figura de su padre: lo estoy viendo con su boina liando un cigarro, charlando con los vecinos, tomando el sol en la calle. Teníamos un trozo de tierra. Un día me dijo, toma, hija, este es el melocotón más grande que había en el árbol, lo he guardado para ti. Antes no nos decíamos te quiero, pero el cariño sí que lo sentíamos.

El protagonista de El olvido que seremos, está muy orgulloso de su padre. ¡Cualquiera lo estaría con un padre que hasta el mismo día en que cayó asesinado por los paramilitares en pleno centro de Medellín, dedicó toda su vida a la defensa de la igualdad social y los derechos humanos!

El libro, además de parecerme buena literatura, es toda una lección magistral de Pedagogía, no sólo recomendado para padres e hijos, sino también para estudiantes de estas disciplinas.

Lo que yo ya no sé si este excesivo buenismo de los padres se corresponde con el principio freudiano de que los hijos deben matar (metafóricamente) al padre, puesto que los padres, aun sin querer, o tal vez por nuestro desorbitado paternalismo, anulamos la auto-afirmación emergente de los hijos.

La adoración que los hijos sienten por el padre es casi instintiva. A lo largo de mi trabajo como maestro no he conocido a ningún hijo que no estuviera contento con el padre que le tocó en suerte. ¡Y mira que los he conocido duros, hasta indeseables! Recuerdo un alumno que su padre era un humilde trabajador que se ganaba la vida acarreando comestibles por los campos para sacar adelante a la familia. Y el hijo, al no estar satisfecho de la baja condición del padre, siempre que le preguntaba por la profesión de su padre, me respondía que era jefe de policía. También hubo aquel otro niño que su padre estaba en la cárcel por abusar de una menor. Pues bien, cuando le preguntaban por su padre, siempre me decía lo mismo. Mi padre está en Alemania, trabajando como responsable de una importante sección en la Volkswagen. La imagen sublimada del padre mítico y necesario que todo ser indefenso necesita para sobrevivir.

A la par y como contrapunto de la ternura filio-parental que respira esta novela autobiográfica, estoy viendo la serie Homeland en la que la hija de un terrorista repudia a su padre, abandona la casa familiar, incluso se cambia el nombre y los apellidos, rompe con todo lo que huele a su padre. Lo odiaba con toda el alma, con una facilidad y una constancia que ya se las quisiera el amor.

Y acabo con un remate final, tal vez fuera de parva, pero que en nada se contradice con el buen gusto que me ha dejado la lectura de El olvido que seremos: No es mejor el padre de Abad Faciolince que cualquier padre de cualquier otro hijo. Igual que no es mejor nuestro Dios que aquellos otros dioses de civilizaciones distintas, antiguas y lejanas a la nuestra.

Si un buen libro es aquel en el que nos vemos reflejados, aquel que nos interpela y cuestiona, que nos llena de amores, que nos acompaña en nuestros recuerdos por los mismos caminos de incredulidades y de fe de nuestra infancia y juventud, éste sin duda, El olvido que seremos, es para mí un buen libro.


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