domingo, 11 de abril de 2021

Muere el sol en Azulada

 


Muere el sol en Azulada. Los humanos dieron a beber al dios Apolo cicuta líquida con metano. Asaltan el espacio las tinieblas siderales. Los murceguillos del caos se apoderan de la noche calcinada que viste talar febril y ácido. La noche, que antaño fuera lira, sueño y verso para Juan de la Cruz (Aunque es de noche), Mariano Manglada (¿Quién te nos hizo noche?), Van Gogh (Noche estrellada), ascua encendida de amor inclusivo..., hoy, sólo es noche. Todo es noche. Y aun siendo mediodía, telarañas, uñas fantasmales, entelan las vidrieras de la Iglesia Vieja. No veo ni tres montados en un burro. El sol se apaga eternamente por el cerro del Castillo. El aire no es aire, son larvas escurridizas, espesas como lagartijas que asolan la Yécora miserable de Baroja, la Hécula triste de Castillo Puche, la Yecla nostálgica de Azorín, mi Azulada del alma.

Ayer, a esta misma hora, por san Blas, relucía dulce el pan bendito con sus pajaricas de papel. Por san Isidro, el vino se derramaba alegre por los callejones del pueblo, por sus bodegas, altares y cespines. Sonreían los gorriones, madrugadores comensales del festín de los días. Íberos pinceles pintaban toros, ciervos y caballos por la cueva del Arabí. Los tancredos de carburo iluminaban los baños de la Fuente la Negra con resplandores de encanto, tertulias familiares, que en verano al fresco, desbordaban con historias y leyendas la imaginación del niño de porcelana.

Hoy se le olvidó al día despertarse. El reloj de la Torre no toca campanadas ni alboradas. Olvidó también la primavera encender el rosal, esparcir de flores el albaricoquero del malecón del abuelo, echar el agua de la acequia a correr por el bancal. Ya no refleja el sol sobre las estrías de azul blanco de la media naranja de una basílica melancólica y en penumbras. El niño sigue en la cama con sus miedos y temblores. Los cipreses, abúlicos y siniestros que rodean el cementerio, doblan sus copas, jorobados por el polvo ceniza y macilento. Se le fundieron los plomos al sol. A Venus se le apagaron para siempre en el parque sus fanales. Los castillicos de las fiestas patronales, sus fuegos de palmeras y arcabuces dejaron de alumbrar la inocencia de los pajes de la Virgen. Ya no despiden luz las luciérnagas ni los pedernales de la fragua de los Chirlaques, de los Palaos. Los reparadores de carros, lebrillos, conciencias, y sartenes no predican sus arreglos a la luz del día. Ya no juega el mayordomo de rodillas su Bandera por la empinada calle de san Francisco.

Los vivos están muertos. Y los difuntos andan a ciegas por el caminico de los muertos. 

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