miércoles, 14 de abril de 2021

Bienaventurados los perros

 


¡Ah, Hesim, siempre he sido tan fuerte! ¿Será por eso que nunca los hombres me han querido de verdad?
Y al hilo de estas palabras de Justine de Lawrence Durrell, me viene, no sé si al caso, el recuerdo de un viejo amigo que llamaba Mísero a su perro. La protagonista de la novela del escritor citado, es una mujer emancipada que no necesita poseer ni ser poseída por ningún hombre para ser ella misma. En cambio mi amigo era un hombre débil. Si adoptó y le puso nombre tan desvalido y limosnero a su mascota, fue para sentirse investido de un cierto mando, mando o autoridad que tanto sus compañeros como la sociedad y su familia le negábamos.

Mísero era el trono desde donde mi amigo ejercía y repartía dadivoso su poder. Su dueño era feliz como el sol cada mañana al despertarse y ve a los planetas correr ordenadamente a su alrededor. Mi amigo llamaba al perro, y éste al instante venía hacia él como un cordero. Le indicaba que buscara su zapatilla escondida en el rincón más insospechado, y al momento la tenía su amo a los pies. Le ordenaba que dejara de ladrar cuando yo iba a verle a su casa, y el perro se callaba en el acto. Mi amigo, orgulloso, hacía muestra de todas estas destrezas y sometimientos delante de mí. Y notaba yo en la cara de mi amigo una satisfacción que ya la quisiera para sí la presidenta de la Cámara de diputados cuando desde la tribuna manda cerrar la boca al parlamentario más lenguaraz del hemiciclo.

No era un poder despótico y humillante el que mi amigo ejercía sobre su mascota, sino noble y lúdico por su trato protector y dulce, cualidades que por su piedad y conmiseración impedían que mi amigo se diera cuenta de su fragilidad y dependencia. Impotencia sublimada. Fortaleza camuflada.

El ejercicio de un cierto dominio sobre quienes se oponen a nuestra individualidad, afirmación y autonomía parece ser una inclinación instintiva según la psicología evolutiva. Gracias a su perro, mi amigo no se sentía un inútil. No quiero decir con esto que todas las personas que tengan perros, colegas, gatos o empleados a su cargo sean seres endebles, inmaduros o prestos a ser psicoanalizados por Freud como lo fue, por ejemplo, mi tía que dejó toda la herencia a su gata Misina.

Amar a una persona por su debilidad reviste al amante de una cierta fortaleza. Las caricias y el agradecimiento de Mísero le bastaban a mi amigo para sentirse como un Carlomagno coronado por el Papa.

La pobreza de Mísero le proporcionaba a su dueño esa autoestima y poderío que todos necesitamos para ser nosotros mismos. A veces no hay mayor regalo que aquel que recibimos de la mano de un menesteroso, un mendigo, un niño o un pobre perro hambriento.

Mi amigo y su perro Mísero, murieron el mismo tiempo. A mi amigo le ocurrió lo que a Churchill, expiró el mismo día que lo hizo su loro Charlie. 

Bienaventurados los perros que, al contrario de la Justine de Durrell, tienen un amo que les mande y que les quiera.

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