Hoy continúo con mis extravagancias, mis dudas y mis años, pero tú ya no estás para echarme en cara mis locuras, mi voluntario distanciamiento, para decirme ¡ay cómo se parecen tus ojos a los míos! Tus broncas y advertencias eran la senda de mi extravío. Desde que tú no estás, sólo encuentro baches y tropiezos, cardos borriqueros. Me olvidé de mí. También de tu número de teléfono. Me avergüenzo. Lo busco en la agenda de mis neuronas perdidas, entre mis juguetes de niño, en la paz eterna y libre de mi infancia. Sé que no estás, porque yo tampoco me hallo, porque no veo tu estrella en ningún cielo de los posibles. El firmamento es un caos. Tu casa, (Hölderlin de nuevo), la veo hundiéndose en el barro de un pantano, como si viera sobre mí cerrándose la tapa de un féretro. Aun así, como quien se agarra a un enlucido, desesperadamente marco tu número. ¡Llámame, por favor! –te grito. Y a través de tu silencio escucho cosas que jamás, estando viva, me dijiste. Muerta, me hablas en el recuerdo, mucho mejor que cuando estuviste a mi lado. Sólo te siento inmortal en mis sueños. Despierto, y soy un pobre de ti hambriento.
Aguardo atento al otro lado del teléfono. Y de tus labios de cenizas, aún calientes, nada escucho. Vuelvo a la lectura del Hiperion, el poeta alemán aquel que dijera:
No poseo una sola cosa de la que pueda decir: esto es mío.
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