martes, 9 de marzo de 2021

La novia del canónigo penitenciario

                        


La recargada arquitectura exterior de la catedral acoge solemne a una madre que, acompañada de su hija, acude como cada domingo a misa de doce. Dentro del templo, las dos mujeres se arrodillan frente al altar mayor, en uno de los bancos, firmes escuadrones, que rinden honores en el patio de armas de un cuartel sagrado. Luces indirectas surgen de los repliegues de las columnas que sostienen las tres naves y una bóveda coronada de ángeles asexuados. Luces que, en lugar de aclarar dudas y conciencias, tiñen de sombras las caras enhiestas de la feligresía, sobre todo el bello y joven rostro de la hija, poco acostumbrada a este tipo de espectáculos.

La madre, absorta con los ojos cerrados, anda sumida en certezas que no entiende, se siente enraizada en la tradición de sus antepasados con rezos de ultratumba.

La función litúrgica recae en el celebrante, maestro y diestro de la simulación de un sacrificio inexplicable. Digo función, velada o teatro, basándome en las palabras que una hija irónica dirige ahora a su madre: Mamá, después ¿quién sale?

El comportamiento de quien oficia la misa es confuso y contradictorio. Juega con sus manos, ora alzándolas como palomas al Cristo que preside el presbiterio, ora extendiéndolas con su índice acusador a una feligresía cada vez más desentendida e indiferente a este tipo de pláticas y recomendaciones fuera de época. Lo mismo hace con el tono de su voz: a veces casi no se le oye; y otras, se pone a gritar como un energúmeno. Este hombre de Dios, en el gran escenario del altar mayor, se siente ungido con el don de lenguas, lenguas irrebatibles que dentro de la mansión catedralicia silban cual los ecos salidos de un gran pozo de serpientes. El sacerdote dirige dardos encendidos contra los fieles que asisten a misa.
Sois una puñetera mierda, incapaces de dar un solo paso por vosotros, pobres imbéciles que vais por el mundo errando por vericuetos inmundos y senderos torcidos. El placer de vuestros pecados es el candado que os cerrará las puertas del cielo.
Después de aquel accidente, este hombre, (hace más de cuarenta años mató accidentalmente a su novia), anda con el corazón destrozado y la mente alocada. Emocionalmente es un hombre roto. De ahí, sus homilías salidas de madre. En aquel día le enseñó a la novia la escopeta con la que solía salir a cazar con su padre. El arma se disparó y vino a dar en el pecho de su prometida. Ella murió en el acto. Y él decidió redimir su culpa, metiéndose a cura.

Hoy, aquel joven enamorado, es un canónigo penitenciario que delira sermoneando a sus fieles. Lo mismo se enfurece con profecías apocalípticas, que se ensalza ahora místicamente como como lo hiciera san Agustín en sus Confesiones:
Me hiciste, oh Dios, para ti y mi corazón anda inquieto hasta no dar contigo.
La joven hija, cansada de aguantar este sinsentido, a punto está de decir a su madre que la esperará fuera, en la cafetería de la plaza; pero al escuchar las últimas palabras del reverendo: Porque mi alma vacía sólo la llenas, oh tú, mi amado… decide seguir al lado de su madre.

Si hasta lo que llevamos de misa, la hermosa joven ha visto en el oficiante a un incendiario Torquemada, a partir de ahora, su cara se muestra radiante cual la de un Jesús de su Magdalena, enamorado.

El canónigo sigue con su subida prédica llena de lirismo. De pronto, sus ojos se detienen sobresaltados en la joven muchacha. Fuera de sí y a voz en grito exclama: ¡Cielo santo, es ella, mi novia muerta y ahora resucitada! El canónigo, pletórico como quien acaba de encontrarse consigo mismo, no cesa de alegrarse, entonando enfervorizado aquellos versos del poeta de Fontiveros:
¡Oh feliz dicha la mía
que volviste a juntar
amado con amada,
amada en el amado
transformada!
El hombre de Dios desciende decidido las gradas del atar, se dirige al banco donde la joven muchacha recibe el beso del canónigo penitenciario. Los besos no mienten. Y éste que ahora se dan el canónigo y la muchacha son los mismos besos que encendían sus almas cuando estaban enamorados. 




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