martes, 16 de febrero de 2021

Vivir a conciencia





¿Acaso el nogal milenario del plantón del Covacho de Nerpio, no se hubiese recreado con el aire y con la luz del sol, sabiendo que un día acabaría derrumbado y cubierto con un catafalco de madera como si fuese un muerto?


Estaba triste y desazonado. Entró en las redes, abrió su muro por si alguien había dejado algún comentario. Quería salir de la soledad que esa noche lo sacudía como una campana sin badajo en medio del desierto. El día se había llevado por delante su conciencia, la percepción de haber vivido. Necesitaba el apoyo de sus followers que lo sacaran del bajón, del vacío en el que se encontraba. Quería deleitarse, alimentar su estima, remontar su ánimo, aunque fuese virtualmente, con los me gustas de sus seguidores, esas estúpidas bolitas que utilizamos para simplificar e intercambiar nuestras emociones, y que se desvanecen enseguida.

Nadie allí había, ningún chat, ninguna ventana, ningún comentario amigo con el que aliviar su aislamiento, y sentir que estaba vivo. Pillado está por las redes. Enmadrado como un bebé a su chupete sin alimento, un agrietado pezón de plástico. Lleva ya un tiempo que, aunque sean muchas las notificaciones aprobatorias a sus ocurrencias tuiteras, en ellas sólo encuentra mera formalidad desprovista de intimidad, afecto y consistencia. No encuentra a nadie que le haga sentir la vida. Vivía sin vivir, que es lo mismo que estar muerto.

De pronto un sonsonete rojo le alerta de que alguien ha dejado en su bandeja de entrada un correo. Se lanza como un loco a dicho email. Lo abre con ansiedad, esperanzado. Se queda de piedra. El remitente es un amigo suyo, fallecido hace tres años. Piensa pasar del correo. En su momento debió eliminar de sus favoritos a todos sus conocidos muertos. Es más difícil matar a un muerto que a un vivo. Le da pena, pena, o respeto ¿Por qué no dejar que viva al menos en la lista de mis contactos?

Tal vez sea un virus. Pulsó varias el enter para eliminar el correo. La tecla no le obedece. Opta entonces, pase lo que pase, por abrirlo. ¿Qué miedo puedo tener a un muerto? Y como quien juega a la guija, increpa al supuesto difunto: ¡Muéstrate quien quiera que seas! Dime ¿qué quieres?

Y es ahora su viejo amigo muerto quien le escribe y le dice con más claridad incluso que cuando estaba vivo:
De haber antes yo sentido esta privación del ser en la que ahora me encuentro, de haber sabido que mi vida tendría un final, hubiese vivido más a conciencia. Saber que uno es mortal es un privilegio. Gracias a este don, el licor de la vida es más embocado, tiene como más cuerpo y personalidad. Dice Joan Margarit: "Pensé que me quedaba todavía tiempo para entender la honda razón de dejar de existir".


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