sábado, 20 de febrero de 2021

Los sordos oyen



Los poetas, llevados de su lirismo, atribuyen a los sentidos funciones distintas a las que por naturaleza y oficio, éstos deberían ceñirse. Y así en su Azul, Rubén Darío dice que el clarín suena rojo, que hay quienes ven con el paladar y otros que oyen hasta por la nariz.

Recuerda hoy el maestro sus tiempos de docente en los que proponía a los alumnos ejercicios para estimular su imaginación. Escuchaban alguna composición musical. Si en Pedro y el lobo de Prokófiev, el abuelo es el fagot; el pájaro, la flauta; los cazadores, el bombo… Ellos debían pintar libremente lo que la música les sugería. La música, -les decía- son vuestros ojos. Debéis pintar lo que ven vuestros oídos.

Luego, al contemplar sus trabajos, el maestro se sorprendía con las ricas analogías que ellos hacían con la melodía y la lluvia, el color y las distintas creaciones que con sus dibujos ponían cara a sus penas y alegrías, a sus miedos y ataduras… Eran ellos los que le hacían ver al maestro las variadas maneras que tiene una composición musical de hablar y hacerse entender. La música era color, pero no solamente eso, (verde, rojo o amarillo), era también fastidio, indiferencia, grito, liberación, alivio, nube y río. La música olía, era caricia y mar, aire, campo y sentimiento. Los árboles cantaban; una paloma con sus alas dirigía la orquesta; y Cruella de Vil se convertía en la más tierna defensora de los animales. Los niños le enseñaron al maestro a escuchar con el corazón, a hablar con los ojos, a mirar con el alma.

El viejo maestro, hoy encerrado en su rincón, no sabe si, debido a sus años o a la pandemia, se relaciona poco. El poder de sus sentidos ha disminuido. Se ha quedado como sordo, ciego y mudo, se siente pobre y desvalido. Lo que no quiere decir, que haya perdido la facultad de hablar, oler, ver y escuchar. Al contrario comprende que la pobreza es precisamente el camino más certero para disfrutar de la abundancia, del esplendor de las cosas. El viejo maestro entiende, siente ahora el mundo de aquella otra manera sorprendente, simple y mágica que en sus tiempos de maestro le enseñaron sus alumnos. Los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos viven. (Lucas 7:22)

Habla con el alba cada mañana. Los atrevidos brotes de la vieja morera, los vástagos del rosal, las luces amarillas de los vinagrillos y las margaritas… le dicen que la primavera está al llegar. Al mediodía, el sol y el viejo maestro se disputan la sombra. Luego, hacen las paces y almuerzan juntos. En la siesta, suave la tarde unge su piel que se dilata agradecida. La noche abriga y abraza al hombre que, antes de irse a la cama, se despide de cada uno de los árboles que engalanan su vista. El hospitalario nogal, el luciente naranjo, el oleoso aguacate, el sufrido almendro, el ciprés místico..., todos, cada uno a su manera, le susurran al viejo maestro palabras de aliento, reposo y dulces sueños.

Cuando el viejo maestro nada oye del mundo con sus mascarillas puestas, cuando todos le dan la espalda, cuando todo ocurre tan deprisa que la vida se le escapa… la naturaleza siempre está ahí. Siempre le habla. Viejo y huerta se gozan, mutuamente se comunican, se ríen y compadecen de sus ocasos y abriles, de sus alegrías y escarchas.



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