viernes, 12 de febrero de 2021

El huerto de los callaos



Su vida es un pentagrama de ruidos esparcidos a lo largo del día. Nada más levantarse, le chirría la cama, sus muelles como lechones aúllan pidiendo café para todos. Cuando mal-oye el chasquido de la verja de la casa de al lado, sabe que es la hora que su vecino sale echando chispas hacia las colas del paro. Este injusto chirrido se funde con el alarido de la cafetera. La frenada del camión de los barrenderos le advierte que olvidó bajar la bolsa de la basura. El gruñido de las escaleras, el golpe de la puerta de cristales, el escape del agua de la cisterna del váter, el jadeo suplicante de la perra, las voces del bar, el correr de los niños a la escuela, el crepitar de los carros de la compra sobre las baldosas hambrientas, el gemir de las mujeres camino del mercado, el rozamiento de la tierra sobre su eje degastado…, todos estos ruidos, sables blandiendo sus tapiadas orejas, latidos de su cronometrada, ininteligible y acallada conciencia.

El ruido mayor es el suyo, el que lleva dentro. Hijo es del ruido. Un ronroneo, murmullo de abejorros anidan en sus oídos. Este zumbido no le viene de fuera. El jaleo que bulle fuera, no le molesta tanto. Es el de dentro, de donde arranca el fastidioso aleteo que invade su cabeza aguijoneada por alfileres de punta. Los ruidos exteriores, aun siendo más penosos, le son más suaves, son como sordinas que adormecen los suyos.

Más tarde,  a luz tórrida del mediodía incrementará sus resuellos interiores. Con su calma la noche no suaviza el incesante murmullo del trasiego de los demonios desgañitados que revientan la caja de su cuerpo tembloroso. Al contrario, encapsulado en su soledad, son más hirientes y perceptibles. Ruidos interminables. Compases rutinarios y precisos. Todos estos ruidos han llegado a formar parte consustancial de su vida. Sin ellos, atónito, sin aire se quedaría. No en vano al camposanto llaman el huerto de los callaos. Los ruidos, como saetas de un reloj, marcan puntualmente los pasos de su existencia. El ruido es el conductor y acompañante de su quehacer diario. Su vida es un monólogo rutinario que va de un ruido a otro. Si algún día las notas del ruido no llegaran a ejecutar su hipoacúsica sinfonía, este hombre estaría fuera del contexto. El silencio de la muerte. Dejaría de existir. El ruido es su vida.

Un ciego se apoya en su objeto familiar y conocido para no perderse en el camino…, pues él, lo mismo. Se agarra a sus ruidos para no caerse. Oye al de la tele, al vocero del pueblo, al cura, al picapleitos, al último mesías, al más ocurrente de los tuiteros…, pero no entiende lo que dicen. Todos hablan, pero no dicen nada. Muita parra, pouca uva. Por eso de un tiempo a esta parte sólo escucha a los árboles, las flores, a su perro, a los pájaros, a las nubes. ¿O será que los humanos no sabemos expresarnos? Una cadena de ruidos le mantiene unido a este mundo. La música no ha nacido para él. Escuche a Mozart, a Malher o a Juanito Valderrama..., todo le sabe a lata. Berrido tras berrido.

El hombre parece acostumbrado. Asume su ruidosa condición. El día que deje de oír, el no-tiempo empezará entonces a contar. Cuando el tren que pasa frente a su casa deje de silbar, habrá dejado él también de viajar. El ruido, como nuestro sudor no nos apesta. Son los ruidos ajenos, los excrementos del otro lo que nos pone nerviosos. A los nuestros de sobra vamos acostumbrados.

Ya antes el otorrino un día le habló de la posibilidad de acabar con estos ruidos atormentadores: podemos hacer que desaparezcan, pero para ello tendríamos que extirpar por completo el oído.

Nació con parte del nervio acústico destrozado. De ahí sus pitidos interminables. Y este estado inaudible de aturdimiento y mareos, contradictoriamente le ha reportado un repliegue sobre sí mismo, un ahondamiento, un saber estar bien consigo a solas en medio de tanta incomprensión. A sus ruidos debería estar este hombre eternamente agradecido. Ellos le han proporcionado un mayor conocimiento.

Pero esta mañana se ve desbordado. Le han citado en el hospital. Todos los que allí están hablan y hablan pero él no los entiende. ¿O serían ellos los que tal vez hablen una lengua equivocada? Diálogo de besugos. Por culpa de la pandemia todos llevan mascarillas insonoras, opacas. Él además de no oír, tampoco puede leer en sus labios lo que dicen. Esclafado con sus gafas empañadas, sólo ve fantasmas. Visten de blanco. ¡Si pudiera al menos oír lo que los ojos de los médicos dicen! Ellos se encogen de hombros: ¿qué podemos hacer para que usted nos entienda? Nosotros no tenemos culpa de que usted no se entere de nada. Y lo malo es que llevan razón, toda la razón. Su mente es una olla de sonidos no cifrados. Ruidos sin aclarar, no traducidos, inexplicables. El ambiente todo es una nebulosa. Los cuadros que adornan la sala dejan de ser visibles. Todo le da vueltas. Lo peor para él no es que lo tomen por sordo, sino que lo traten además como tonto. Se agarra con fuerza al asiento del sillón. Sus brazos, sus puños quieren escaparse del caos de su cuerpo, de la presión de su cabeza a punto de estallar, dando golpes a las paredes, los armarios, las puertas, abofetear a toda esa gente que lo trata como a un imbécil.

Luego le pasan unos impresos para que los firme, sin darle tiempo a leerlos, ¿para qué? Y allí donde hicieron una cruz, quieren que él estampe su firma de aceptación. No lo hace. Se levanta de golpe, coge los papeles, se quita las gafas empañadas, y se toma todo el tiempo del mundo para leer lo allí escrito:
Por la presente autorizo a los doctores….que lleven a cabo las operaciones quirúrgicas necesarias para tratar de eliminar… Reconozco además que en el transcurso de dichas intervenciones pueden surgir imprevistos que hagan peligrar…
El hombre termina de leer, se coloca lentamente sus gafas, deja de manera brusca los papeles encima de la mesa. Y le dice, como salido de un trance, al equipo médico:
De ninguna manera, señores. No quiero ser intervenido. Prefiero no seguir escuchando la mierda que se cuece acá, que ser oyente por toda una eternidad.

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