viernes, 5 de febrero de 2021

El dios enano



El máximo, mayor que el cual nada puede haber, siendo simple y absolutamente mayor de lo que puede ser comprendido por nosotros, por ser la verdad infinita, no es alcanzado por nosotros más que incomprensiblemente. (Nicolás de Cusa. 1401-1464)

Astrea tiene cinco años. La pequeña está enamorada de una pequeña estrella. La llama su muñeco de trapo. Cada noche, a través del morse de los parpadeos de su diminuta estrella, la niña habla y se abraza con un dios enano a su medida. El Dios Mínimo.

El Dios de su madre en cambio, es una lista larga de nombres prepotentes, interminables. El Dios Máximo.

La madre, antes de acostarse, le reza al Dios Alá. Adora al Dios de Spinoza. Venera al Dios de Tagore, al labrador y al picapedrero. Confía en el Dios de Buda y su lucero. Se arrodilla ante el Dios de las orquídeas y de los insectos de Darwin.

Inclina reverente su cabeza ante el sol y sus planetas, el Dios, deus sive natura. Deposita las ofrendas de sus días contados a los pies del Dios azteca, la serpiente emplumada, vencedora de la muerte. Se declara seguidora del dios ágape de los cristianos, del dios homo-mulier factum est.

En el altar de la montaña sagrada, trono y magistratura del Dios de los judíos, cumple a diario sus preceptos. El shabat.

Se postra devota y fiel ante el dios armónico de Einstein, ante la belleza divina de los cipreses de Van Gogh. Dirige sus oraciones hacia el camino del Tao. Se despoja de sus ínfulas religiosas delante del dios cósmico y galáctico de Ernesto Cardenal. En el dios escondido de Lutero guarda la nada de su necia inteligencia.

Aburrida y cansada la niña de tantos dioses imposibles, desde su sabia ignorancia se pregunta: 

¿Tendrá acaso mi madre, un corazón tan grande como para adorar a tantos dioses? ¡Yo con mi muñeco de trapo tengo bastante!

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