lunes, 4 de enero de 2021

Menos mal



Franz está hasta el gorro de su trabajo. Pero en tiempos de virus y sindemias no tiene otro establo donde echar de comer a su mujer y a su hija, una hermosa joven de 19 años. Franz se pasa dieciocho horas al día, doblando turno frente a una pantalla por donde corren una tras una todas las botellas de cerveza que su empresa saca al mercado. Su cometido: observar si hay algo extraño en el interior de cada una; y así proceder a retirar dicho envase de la transportadora. De tanto mirar botellas, Franz no ve otra cosa. Cuando llega a su casa todo le sabe a botella. Su mujer es un vidrio; su hija, un casco. 

Este hombre no piensa ni siente, no huele, ni toca, no habla, su mente es una botella, sus ojos son dos espejos que han de buscar una aguja en un pajar, encontrar lo que esconde el meado dorado de una bebida insoportable que huele a estopa. 

A lo largo de sus casi veinte años de oficio no se le ha escapado ni una. Pero últimamente el jefe de personal lleva anotado en el expediente de Franz algún que otro descuido: que si una colilla, que si una mosca, hasta un diente postizo hallaron un día dentro de una litrona. No es su falta de concentración la culpable de estos despistes. 

Franz pide cita para el oftalmólogo: 
De tanto mirar botellas, buen hombre, a usted lo que le pasa –le dice el oculista-, es que sus ojos son una garrafa taponada por donde apenas pasa una chispa de luz. Su vista, debido a su laboral stress específico, sufre un emborronamiento crónico que se traduce en no distinguir bien la cara de los objetos y las personas a su alcance.
Los descuidos de Fran cada vez son más frecuentes. Quiere salvar su pellejo y el de su familia. Presenta a la dirección el parte del especialista: Agudeza visual deteriorada. Propone por tanto ser cambiado de sección. El gerente, impasible, sentencia: 
Usted fue contratado para hacer lo que hacía. Un búho sin pestañear frente a una ventana iluminada. Tan sólo eso. Si ahora el búho es una bombona ciega, deberá usted buscarse otro trabajo apropiado a su nueva condición.
Franz sale del despacho, malhumorado. No sabe si dirigirse a Comisiones, acercarse al bar de la esquina o contratar los servicios de una prostituta por ver la manera de olvidar o de aclararse. Al final decide pasarse por la cuesta de la Magdalena, quiere apaciguar su alma herida a cambio de sexo. 

La muchacha que le atiende lleva una pluma amarilla en el pelo. Luce blusa transparente, piernas desnudas hasta casi la sugerente peana de su grácil cadera. La sonrisa de sus ojos es de gasa pura, tela inocente cual de una niña. Calza zapatos rojos de tacones elegantes, de aguja cristalina. Franz se queda sorprendido, no por lo que ve, (¡menos mal!), pues ya sabemos que le escasea la visión, sino por la actitud de la joven que, nada más ver al cliente, sale corriendo como burro a quien hayan metido pimienta por el trasero.

¡Mierda, –exclama para sí la joven mesalina- si es mi padre!

No hay comentarios:

Publicar un comentario