El perro acurrucado en la leñera piensa en los hachazos de la escarcha, estralicas y corbillones, rayos escapados del averno. La noche pasada los iracundos caballos del viento se desataron de sus riendas y ramaleras. Un temporal de frío arreció como nunca. Los cipreses deshilachados se duelen de las coces huracanadas. Eolos los humilló hasta hacerles besar la tierra. Las tejas levantadas. El seto de las zarzamoras, abatido. El agua de la pileta de los animales: una plancha de cristal. Las tuberías reventadas.
Lleva un tiempo el escritor aburriendo a su audiencia con palabras hueras: que si la eternidad del orgasmo, el carácter insondable y místico del beso... La palabra, esta mañana, no sólo está agusanada, como decía el poeta chileno Pablo de Rokha, sino que ha amanecido congelada. Luego, el sol de un fin de año cargado de gusanos reducirá a la nada su engañosa consistencia. La poesía no ha podido detener al covid-19, al huracán y al rayo, al helor, ni al frío.
El viento gélido de la noche ha quemado el poema. Versos, ayer iluminados; hoy, espuertas cargadas de lunas rotas y manzanas podridas. Los manuscritos, panfletos calcinados como las bugambilla y el galán, corazones quebrados: palabras, palabras, sólo palabras. Ya no besan las palabras con sus silencios; ayer, de amores encendidos; hoy, versos incumplidos, virus a manta.
Es inestable la palabra. La palabra no trasciende más allá de su propio eco. Carece de reciedumbre. Las palabra tienen doble rasero, lo mismo afean la verdad que ennoblecen la mentira. El viento y el helor de la madrugada se deshizo del poema. Las hojas ennegrecidas del hibisco gritan a degüello la callada muerte de su aterida flor acojonada. Mil palabras no bastan para detener la más tenue brisa. Hoy, el poema ya no sirve ni para dar de comer al perro.
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