jueves, 21 de enero de 2021

El peso triste de la lluvia

 



Después de cenar, al poner el lavavajillas, fue cuando a la mujer se le ocurrió la idea de deshacerse del marido. Ya lo dijo Agatha Christie: los mejores crímenes de mis novelas se me han ocurrido fregando platos.

La mujer mira cómo llora el cristal de la ventana. Llueve con aplomo. Lluvia pesada y persistente, incapaz de horadar la dureza de un remordimiento sin culpa. Que no se arrepiente el cuchillo del matachín por degollar a un cerdo. A pesar del gesto adusto y la tristeza abisal, a la mujer se la ve tranquila. Parece una estatua viviente. Esa serenidad inmóvil en la que queda el silencio tras el estruendo explosivo de un disparo. La impasibilidad de una conciencia irreversible, acorazada.

La mujer hace ya un tiempo que puso la olla en el fuego. Espera que hierva el agua para echar cuatro puñados de arroz: dos para ella, y dos para el marido. El vicio de la costumbre: dos cubiertos, dos cepillos de dientes, dos tiques para el bus. Un cajón para los calzoncillos del hombre; otro, para sus bragas. Un café con leche para ella; un solo para él.

Detiene ahora el vuelo un pájaro. Se posa en el pasamano de la barandilla del balcón. Sigue lloviendo con la misma compungida cadencia. Los regueros que caen del alero del tejado estallan sus lágrimas al explosionar contra la acera. La mujer, aun así, está como paralizada en el tiempo, tiempo a su vez cataléptico, que pareciera haberse también detenido, espantado por lo ocurrido.

El gorrión se sacude ahora el agua de las alas con alegría, parece el único ser de la creación que no se ha enterado de lo que pasa. Frente a la bruma de la mañana, la mujer mira sin mirar nada. El pájaro, ajeno a lo sucedido, parece contento. O tal vez no: que siendo la avecilla sabedora de lo ocurrido, lo encajaría como un necesario ajuste de cuentas. Cada vez que el gorrión se sacude de encima el peso triste de la lluvia, la mujer se siente aliviada. Sus aleteos le saben a redención y a justicia. El paréntesis de las caderas jóvenes de la mujer se dilata.

El gris que entra desde fuera se apodera de la estancia. La humedad reina en la casa. La penumbra ceniza invade también la cocina. El vapor del agua chorrea por los azulejos. Un chisporroteo de burbujas dentro de la olla pide ser detenido. A la mujer se le ha ido el santo al cielo. Ensimismada con la lluvia, se le ha olvidado que ha de tener la comida preparada para que, cuando el hombre vuelva de la taberna, lo tenga todo dispuesto, como a él le gusta: la silla pegada a la mesa, la cortina corrida, la perra Agripina, encadenada en el patio. Y ella, perfumada y con los labios pintados de fresa, recién duchada, esperándole con las piernas abiertas, sentada encima de la barra de la cocina.

Al narrador le gustaría ahora detenerse en las causas que han contribuido a configurar este determinado ambiente-clímax que acabar de describir y que por otro lado no se ajusta como él quisiera a las circunstancias que han dado lugar al hecho que quiere contar. Pero no. Le resultaría morboso extenderse en los detalles: que si a la mujer le resultó fácil clavar las tijeras en la carótida del marido, que por qué no hay ni un vestigio de sangre por ningún sitio… O por qué la cabeza del marido, después de una semana sigue sin ser hallada. Todo está limpio y ordenado como le gustaba al marido.

Mejor que el lector se pregunte el porqué de la lluvia, por qué una mujer se alía con el destino para deshacerse del hombre, o por qué la canción de Aretha Franklin: estás en la carretera todo el tiempo, todo lo que puedes esperar es un poco de respeto cuando llegas a casa, sigue sonando una y otra vez sin que nadie se atreva a parar esa música vindicadora.

El agua hierve. La mujer echa un puñado de arroz, luego el otro. Dos policías acaban de entrar en la cocina. Uno de ellos, respetuosamente cual pontífice que corona a su Virgen, le pone las esposas. El otro pregunta:
¿Mujer, dónde tienes a tu marido?
Ahí lo tenéis, -contesta ella-, decapitado y metido en el friegaplatos.
Sigue lloviendo. Una lluvia eterna.

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