miércoles, 25 de noviembre de 2020

La inutilidad del arte

 



Esta tarde, me deleito con Lawrence Durrell, (Justine). Nada más empezar a leer a este innovador escritor, subrayo:
He hablado de la inutilidad del arte, pero no he dicho la verdad sobre el consuelo que procura. 
Más de una vez había yo oído decir que el arte es un remedio contra los problemas del mundo. La sensibilidad y el humanismo, la conciencia y el realismo que genera la contemplación de una buena pintura pueden transmitir el conocimiento que necesitamos para salvar nuestra casa de su declive y final desmoronamiento.

Si sólo con mi mirada puedo conseguir ser libre como las águilas, sólo me queda ponerme en camino y dirigirme a ese lugar recóndito y elevado, a la cima de esa montaña, tabernáculo inexpugnable, donde los dioses tienen su morada eterna y, allí, es un regalo su inefable revelación.

Así fue como me decidí recorrer como un loco los principales museos en busca de aquellas obras que me permitieran traspasar la muerte, sin ser tocado por la podredumbre de su corrosivo óxido perecedero.

Me desplacé a Roma. Quedé fascinado con los frescos innumerables de la bóveda Capilla Sixtina de Miguel Ángel. La creación de Adán me produjo un tal subidón que me sentí lleno de vida. Pero al terminar la visita al Vaticano, me indigesté en una tractoria debido a un hartazón de risoto ai funghi.

Desde Italia me trasladé a París, al Museo del Louvre. Los secretos indescifrables de La Gioconda me arrastraron hasta la orilla derecha del Sena. Quería descubrir el secreto que alberga su indefinida sonrisa, el misterio de su sensualidad encriptada. Yo que iba en busca del milagro de la obra de Leonardo da Vinci, sinceramente salí desilusionado, tras ver tan sólo a una mujer sin cejas ni pestañas, pintada en un cuadro que apenas tenía un poco más de medio metro. 

Luego crucé el charco. Reservé una visita guiada al Museo de Arte de Filadelfia, por ver si allí tenía más suerte y al menos curaba mi conjuntivitis crónica. Sufro cada vez que almuerzo y me chorrea la moquita como a un elefante resfriado. Aquí contemplé Jarrón con doce girasoles de Van Gogh. Quise dejarme atraer por el vivo amarillo de sus flores, el castaño oscuro, el rojo, sus verdes y naranjas... Por más que el guía nos remarcaba que intentásemos ver cómo el color de los girasoles cambiaba de tonalidad, como si de hecho la planta estuviera viva, ni siquiera me atacó la alergia causada por los pigmentos del minio de su pintura... Yo sólo veía unas flores raras, mustias que no se parecían en nada  a los hermosos girasoles que se cultivan por mi tierra y que tan ricos son en vitamina E. 



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