sábado, 28 de noviembre de 2020

En barbecho

 


 


Las peladas y oscuras colinas parecían alejarse más y más en el horizonte. Los campos estaban cubiertos de cactus gigantescos llenos de frutos amarillo-rojizos y por las colinas cercanas los deslumbrantes pimientos rojos, las cáscaras de intenso color, extendidos al sol para secarse. (Hans Christian Andersen. I Spanien. Londres, 1864)


A veces necesito, como los garbanzos, ponerme a remojo; o como la ropa lavada: tenderme a secar. Hay frutos que directamente del árbol no se debieran comer. Requieren un tiempo; de lo contrario tendrás vómitos o diarrea. Recuerdo cuando en nuestra tierra se cultivaba el pimiento farfullío, el de bola, el colorao; ponían las ñoras desparramadas al sol durante días y días, proceder indispensable, para su molienda y exquisita fabricación del pimentón.

Hoy decido no moverme de aquí. Como el de la canción de Amando Prada: Aunque vengan Dios y el Diablo, / el gobierno y la oposición, / la televisión y la prensa, / mi mujer o mi cuñada… / ¡Que, hoy, no me levanto yo!

Dejaré mi alma en barbecho, tendida al sol sin más. Sentir detenido el tiempo. Me agradaría no hacer nada, como el invierno: mirar las plantas sin contabilizarles su hacer, alzar la vista al monte, contemplar la morera desnuda, respirar el aire en calma, sin la obligación de andar zurciendo sacos rotos por donde se cuela la escarcha: siempre el mismo deseo incumplido, encender de rojo la chimenea de mi corazón helado. Quiero airear mis sudaderas, poner en agua caliente con bicarbonato los juanetes de mis pies acartonados. Estoy cansado de esperar amaneceres rotos, entre multitudes en cola delante de una ventanilla cerrada.

Cultivaré rojo el campo. No quiero plantar ni cosechar buenos sueños, patatas agusanadas. Yo sólo quiero estar tranquilo, dejar que el alba en el pecho me acaricie con su nada, con su rocío de cielo, que un sol oblicuo recline mis huesos cansados y me proteja con su manto azul y negro. ¡Qué envida le tengo a la higuera de la acequia, al cactus y también al gato que, sin hacer nada, se siente el dueño del gallinero! ¡Ay, quién fuera como el almendro, quieto en su pedregal, donde fuera plantado, sin competición ni afán, dichoso, en calma, muerto, callado y bueno! 

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