viernes, 11 de septiembre de 2020

El cromático rastreador de esencias



Un sol haragán y caprichoso se deshace en luces y sombras por los escaparates de la calle Platería. No tienes prisa, tampoco trabajo. El dichoso Covid te ha dejado en el paro; ni tan siquiera un ERTE te cubre el espinazo. Llegas a la Plaza de santo Domingo, te sientas bajo el emblemático ficus. Juegas a adivinar a qué se dedica toda esta gente que ahora pasa por delante de ti. Cual detective cromático, llevado por el color de las vestimentas de los transeúntes, buscas sus preferencias: si le gustan los pasteles de carne o si le saben mejor el vino de Jumilla o el de la Copa de Bullas. Por el color de su indumentaria, podrías llegar a saber, no sólo en qué trabajan, sino sus creencias, su manera de ser y hasta vislumbrar el color de sus almas. No hay nada como el color para describir las esencias de las cosas. El color, la mejor metáfora. Esta última frase no es tuya. Se la robaste, no sabes, si a un político o a un poeta.

El marrón grasiento del pantalón de quien ahora se dirige hacia el Museo de santa Clara te dice que este hombre con bigote y patillas de vaquero es el que engrasa las persianas de los Bajos Comerciales de la zona Centro. El granate chillón de la chaqueta delata a aquel joven como camarero del Hispano. Los tirantes en comba con los colores de la bandera de España, sobre su abultada barriga, señalan a este otro señor mayor como presidente del Real Casino. Ningún portero de los edificios de la Gran Vía vestiría el terno elegante de tergal azul fino que luce ahora quien se abre paso por la puerta giratoria del Bankia. Es el mismísimo consejero delegado de esta entidad financiera recién planchada por el BBVA. Por el abrigo de armiño blanco que cae señorial por los hombros desnudos de esta señorita que contonea engreída sus caderas al pasar por el palacio Almodóvar, descubres a la querida de turno del director gerente de la firma empresarial, cuyo nombre te callas por discreción. Abogados de negro, chupatintas enchufados de azul gaviota, muchachas nobles con delantales blancos, barrenderos de amarillo, votantes morados de Unidas Podemos… 

Pasan también otras personas cuya idiosincrasia se te resiste. Visten de manera variopinta y desajustada a los patrones convenidos. No atinas a saber su procedencia, como tampoco a dónde se encamina el sendero estelar de sus sueños. Antes, hace ochocientos años, según Abascal, todo era más fácil: conocías al canónigo por sus sotanas, al rey por su corona, al catedrático por su birrete rojo, al penitente por su sambenito, a tu patrón por el látigo. En estos tiempos todo es más complejo. Hoy, hasta al mismo presidente de la nación te lo encuentras por el malecón con chándal y en zapatillas. Y un simple peón de albañil viste de engalanado tul verde y con un portafolio de cuero brillante donde guarda la tortilla de patata de su asalariado almuerzo. La lucha de clases por fin ha sido abolida; pero no por los revolucionarios de la Bastilla, sino por los tintes de un simple guarnicionero o las lanas de colores de una común hilandera.

Los hay también que no se ajustan a ningún patrón. Se pongan lo que se pongan, vistan el púrpura o el gris ceniza de su pobreza, calcen el nueve o el noventa, no encajan en ninguna categoría. Y no te refieres a aquellos que por su originalidad, disparidad o estrafalario atuendo, se dedican al arte, a la farándula. Hablas de los que nunca llegarán a ser nada. El color de sus ropas es el color triste de sus pobres sentimientos.

Y recuerdas ahora a Sófocles, aquella frase que Yocasta le estampara en la cara a Edipo, al saber que su marido, el rey de Tebas, es su propio hijo, nacido de sus entrañas: ¡Oh desdichado! ¡Ojalá nunca llegues a saber quién eres!

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