Estás leyendo en este momento aquel pasaje de Los bufones de Dios de Morris West en el que el protagonista, Jean Marie Barette, (el Papa destituido Gregorio XVII), aquel que predijera la segunda venida de Cristo en la Tierra, tras sentirse próximo a su final, comienza a considerar su propia muerte como un acto personal determinado.
Y al hilo de la singular decisión de este místico iluminado, te acuerdas, llevado del consejo de Rilke, (trata bien a la muerte para que esta a su vez se porte bien contigo), de lo que aconsejaste a uno de tus amigos antes de morir. Le dijiste que no se resistiera a la muerte, que era una solemne tontería cerrar las puertas a dama tan impertinente como irresistible. Él te miró con mala cara. Le comentaste además que, gracias a la muerte, tenemos la oportunidad de valorar la vida como se merece, que la muerte es parte esencial de la vida, que no sirve de nada rebelarse...
Decir a un amigo, en su trance definitivo, que la muerte es un don, tal vez no sea lo más aconsejable, a no ser que tu amigo tuviera bien asimilado que vida y muerte son la misma cosa. Ni siquiera los elfos de Tolkien comprenderían que el morir es un regalo de Dios, ya que ellos son inmortales, no como tú que eres un estúpido y un hipócrita mortal que te atreves aconsejar a otros, lo que para ti no tienes claro. Venir con monsergas a quien se siente atemorizado por la idea de su inminente desaparición puede ser muy poco piadoso. Mejor le hubiera valido a tu amigo, en lugar de comerle la oreja, que lo acompañaras en silencio y compasivamente, tal cual esta palabra etimológicamente significa, (sufrir juntos).
Precisamente este mismo amigo te sorprendió después de muerto. Fuiste a su entierro, confiado en que sus honras fúnebres se celebrarían conforme al rito tradicional religioso, con misa y responsorio incluidos. ¡Nada de eso!
En un principio, tú, no muy atado a este tipo de ceremonias, pero sí algo inclinado al misterio, te escandalizaste que tu amigo, al que siempre habías admirado por ser un hombre un tanto trascendental y poético, decidiera que lo enterraran civilmente, sin réquiem ni deprofundis, nada de alusiones a otros escenarios sobrenaturales.
Luego para rematar más aún tu asombro, en lugar de introducirlo en una tumba, a la espera de la resurrección de los muertos, lo incineraron, redujeron su cadáver a polvo y cenizas en un crematorio.
Tu amigo fue valiente. Y te preguntas ahora: ¿seré capaz de hacer yo lo mismo y dejar dicho a los míos que, tras mi muerte, me honren seglarmente y no a la usanza de una determinada religión?
La Iglesia desde su fundación supo de manera sabia introducir en su liturgia ese sentimiento atávico de ultratumba, metafísico, estelar… que todos llevamos dentro. Repito, hay que ser muy creyente para reconocer que todo se reduce a la nada.
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