miércoles, 19 de agosto de 2020

El canto de la chicharra




 Si esta chicharra que oigo cantar supiera que sólo le queda un par de compases para palmarla, ¿dejaría de alegrase de manera tan gozosa?

Por los sótanos del hospital del Morales dos auxiliares de enfermería empujan una camilla de ruedas. Encima va un muerto cubierto con una sábana blanca. Acabo de morir de una de las tres heridas que no tiene cura. Me llevan no sé a dónde. Ojalá fuese allá donde todos los caminos se entrecruzan, ese punto cero, ángulo, círculo y vértice donde confluyen tanto el presente el pasado como el porvenir, ese jardín de cipreses donde las chicharras visten su canto con tules de domingo transparente.

Las auxiliares están acostumbradas a estos trajines mortuorios. Son jóvenes. No callan, como es costumbre, en estas circunstancias. Hablan de sus cosas, de sus novios, de qué vestidos se van a poner mañana. No es que me hayan perdido el respeto. Es su trabajo.

Me trasladan como quienes llevan un ramo de flores a los pies de una estatua viva. Yo creo que hablan, por no hablar de mi muerte. Ahora oigo a las muchachas cantar igual que escuché a la chicharra, aquella de la tarde tórrida, agarrada a la corteza de un melómano ciprés. Ellas están vivas. Cantan porque están enamoradas. De sus bocas compasivas me llega un dulce y a la vez desgarrado réquiem, la canción de las tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida… Me recuerdan a Joan Báez cantando a Miguel Hernández.


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