Si Saturno devoró a su hijo, aquí en esta historia ocurre lo contrario: el vástago es el caníbal del padre.
El hijo está cansado de aguantar el vendaval del carácter de su hacedor, su acoso continuado, su explosión parricida. El padre se deshace en plácemes y consentimientos con el hijo y, acto seguido, su dentellada boca escupe los más grandes improperios contra la persona que más quiere en el mundo. Los dioses suelen ser caprichosos. Esta parental táctica contradictoria de ser el padre, dulce y borde al mismo tiempo, tiene confundido al hijo, que no sabe si su preceptor es un ogro o un bendito. El hijo por su parte también se comporta con su progenitor de manera inestable y descabellada, lo mismo mesa con sus cariñosas lágrimas la frente enfurecida de su padre, que, de pronto, lo manda a tomar viento fresco. Los dos son conscientes de su inadecuado comportamiento. La culpa, el destino o tal vez el cansancio del Sísifo que cada uno de ellos lleva dentro, podrían ser el motivo de tan anómala conducta.
Lo que más le jode al hijo es parecerse al padre. Los dos son muy parecidos, víctimas y verdugos de sus propios instintos. Dos idénticas gotas de agua hirviendo, prestas a saltar como dos gamos en celo, descarnándose a jirones. Las razones que inducen al padre a comportarse de manera tan cruel son las mismas que llevan al hijo a tener siempre el hacha levantada contra el padre. Basta que uno se sitúe aquí, para que el otro por inercia se coloque allá.
Y así como el río no puede renunciar a su fuente, el hijo tampoco puede deshacerse del padre. Y así como la noche no puede renunciar al día, el padre tampoco puede desentenderse del hijo. Ambos ontológicamente son eslabones de la misma cadena. Si el padre, en lugar de ser un cabeza loca, en vez de ser un trozo de carne con sólo ojos y tragaderas, si en lugar de ser un artificiero que por donde pasa, siembra bombas de racimo con sus palabras explosivas… Si el hijo hubiese nacido mejor junco dócil… Pero no, el padre es el rayo. Y el hijo es el trueno. Ambos son la tormenta eterna. Si el padre es un problema para el hijo, el hijo es un problema para el padre. Armonía irreconciliable.
El padre se cree investido de la autoridad que le otorgó el saber, la edad y el mando. El hijo no quiere ser engullido por las fauces de Saturno. Los dos se enzarzan en una tremenda pelea. El hijo monta a su padre en un carro de ruedas y a punto está de tirarlo escaleras abajo de la casa familiar. Pero se controla. Y con él a rastras se dirige a la plaza de abastos. Allí se coloca en el pórtico del Mercado con un cartel que dice: Vendo padre con pensión incluida.
A la media hora, acierta a pasar por allí el jefe de los servicios jurídicos de la Tercera Edad. Este se ve obligado a denunciar al hijo por tráfico de personas. El hijo se defiende:
¿Acaso hubiese usted preferido leer en la prensa de mañana: Joven telefonea al 112 para inculparse por matar a su padre?De haber acabado esta historia de manera tan cruenta, el hijo tendría ahora toda una vida entre rejas para llorar la pérdida de su padre. No pararía de lamentarse a cada momento: más me valiera haberme quitado yo de en medio. Años de trena tardaría el hijo en reconstruir la imagen del padre.
Luego quedaría por desarrollar el papel de la viuda: sus días de luto entre el cementerio y la cárcel.
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