miércoles, 8 de julio de 2020

De parto




Le dolía mucho la barriga. Tenía marido. Un hombre atento al que quería a rabiar (según me contó ella misma). Me ofrecí a llevarla a urgencias. Pero al decirme: ¡No, me llevará Xaco! dudé de mis buenas intenciones. Me aparté de su dolor. Pero la mujer no paraba de llorar. Sus contracciones cada vez eran más fuertes y continuadas. Así que la cogí en brazos, la metí en el coche y la llevé al hospital.

¿Por qué yo, (aun sabiendo, según me mintió ella, que tenía marido), la socorrí y no esperé a que viniera Xaco, su esposo? Era cuestión de tiempo. Así que no me paré a pensar si era de mi incumbencia hacer lo que estaba haciendo. La cogí cariñosamente del brazo, protegiéndola como si yo fuese Xaco, su marido.
¡Acelera -me dijo ella- que no llegamos!
Yo no paraba de hacerme preguntas:
¿Por qué esta mujer tendría tantas ganas que yo supliera al padre de la futura criatura que estaba a punto de nacer? ¿En qué lío no me estaré metiendo?
Hasta dudé de su embarazo, de su marido, de mis ganas de hacer algo por ella. Pensé para mí: ¡pues que venga tu Xaco ahora a echarte una mano!. Pero dado el estado en que estaba, no le dije nada por supuesto. Ella seguía con sus fantasías:
Xaco es el mejor marido del mundo. Todos los días me sirve el desayuno en la cama.
Yo era la primera vez que me las veía en un caso así. No entendía ni entiendo mucho de esto. Sólo había oído decir que, cuando uno está enamorado, lo mismo acierta a decir cosas maravillosas, que las mayores sandeces del mundo.

De inmediato la ingresaron en el paritorio. Durante las siete horas que estuve esperando, tiempo tuve de darle vueltas y más vueltas a mis pensamientos. Me sentí ridículo jugando aquel papel tonto de acompañar a una mujer al paritorio, sin yo en mi vida haber copulado con muchacha alguna. Temía incluso que apareciera Xaco, el marido inexistente y me corriera a hostias por haberle suplantado como cónyuge fervoroso en sus deberes maritales. De nuevo me pregunté: ¿Cómo esta mujer teniendo marido me escoge precisamente a mí, un hombre soltero y un tanto imbécil, para esta tarea? En cierto modo me sentí utilizado; pero, a decir verdad, también halagado por su confianza. Hasta pensé que la criatura que llevaba en su vientre podría ser fruto de mi consabida virginidad o paternidad tanto fabulada como sublimada.

Tras las horas largas de la espera, salió la comadrona a felicitarme. Me dijo que el parto había sido perfecto y que la niña pesaba casi cuatro kilos,... y que sus ojos eran verdes como los míos. Le di las gracias.

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