sábado, 23 de mayo de 2020

En la playa antes o después del confinamiento





Estábamos en el corazón del verano, tiempos aquellos en los que en la playa no había limitación de espacios ni de aforos, debido al Covid-19.

Encajados como sardinas de lata disfrutamos de lo lindo de nuestra tortilla de patatas servida sobre la fresquera como barra de bar a la hora del aperitivo. Bebemos vino con casera. No queda un hueco libre. Todos nos apretujamos junto a la primera línea del mar. Nuestros vecinos nos acorralan a menos de un palmo de distancia. Uno, lee el periódico, o hace que lee, puesto que más mira a los hermosos tobillos de una joven que relajadamente pasea jugando con el borde de la espuma del agua burbujeante. Un abuelo sujeta el palo del parasol y contempla aburrido el ir y venir de sus nietos que juegan con los cubos y las palas. Los rostros son de indolencia. Esa es mi impresión. ¿O será el plomo del lorenzo sobre los cuerpos despellejados y las almas adormecidas de veraneantes tan poco ocurrentes? Una mamá peina complaciente el blondo moño de su hija que mordisquea una magdalena salpicada de arena. Delante de mí, otra señora, medio vestida con un pareo rosa, remoja, masticando chicle, seductora, sus piernas esculturales. Un hombre de unos cincuenta años, a quien su devota parienta embadurna con nivea su peluda espalda, prosaico y a pata suelta, se fuma un puro como si fuera el emperador de los mares del sur.

Después de acabar nuestras raciones de tortilla y, tras haber dado fe de una cósmica y planetaria tajada de sandía, los amigos nos disponemos, en medio de la barahúnda poseidónica, a jugar nuestra acostumbrada partida al parchís. Originalidad creadora. Pura poesía oceánica, globalizante y abstracta. ¡Ni Alberti con su blusa marinera se sentiría tan dichoso en medio de esta feliz jungla dominguera! Como somos cinco, yo guardo turno hasta que uno de mis amigos quede eliminado de la partida. Mientras, me entretengo haciendo el crucigrama del El dominical. No logro pasar del horizontal primero. Ando distraído. La señora del pareo rosa lleva puestas unas gafas, negras como el tizón. Por su pose intuyo que no me quita el ojo de encima, pero no puedo confirmar tal supuesto. Delante de mí, da saltitos de rana llamando mi atención. Eso deduciría yo, si no fuera porque la opacidad de los cristales de sus enormes gafas ahumadas me impide adivinar la dirección de su selectiva mirada. La dama saltarina, si por delante la miro, no deja que el agua suba más allá de la línea de flotación de sus muslos relucientes; y si por detrás la contemplo, hace lo mismo con la semicircunferencia de sus glúteos frente a la estampida apasionada de las olas.

La partida de mis compañeros se hace interminable. No me concentro en el crucigrama. ¿Qué hacer? Echo mano, yo también a mis gafas ahumadas para que no se note mi indiscreción. Mis ojos se complacen en la variedad de los sujetadores andantes que alegran mi vista. Prenda esta muy útil y agraciada para dar cobijo a frutas tan deseadas, senos tan recatados cual crías mellizas de gacela que salmodiara el rey Salomón en El cantar de los cantares. Unos son prominentes, otros ajustados, temblorosos como flanes. Noto que la dama del pareo rosa me mira ahora con insolencia al ver mi insistencia en describir la heterogénea voluptuosidad de los distintos sostenes en los que aterrizan mis ojos. Paños protectores como anagramas, de dibujos modernistas, bodegones, áncoras, hojas, enredaderas, flores, círculos, conoidales. De tejidos llamativos, unos. Otros, discretos. Aquellos sin formas, para que el vidente imagine a su capricho su insospechada hechura. Estos, de formas llanas, para senos abultados. Aquellos, ampulosos para tetas lisas. Los de más acá, escasos de tela. Los de más allá, sobrados, flácidos y de pliegues rizados que disimulen su redondez compacta y hermosa.

Mis amigos siguen dándole al cubilete de su suerte inacabada. Y yo, ante tanto sujetador variopinto en el mostrador de mis ojos adormilados, me hago la pregunta del millón:
¿A qué razón endiablada se deberá la incomprensible costumbre de que las mujeres cubran sus pechos femeninos siendo tan bellos, y en cambio los hombres andemos a pecho descubierto mostrando los nuestros que da pena verlos, peludos y mochos cual zurrón de peregrino hambriento?
Dormido, cual un Freud interpretando mis propios sueños, me despiertan de improviso y a destiempo mis desconsiderados amigos:
¿Qué haces ahí adormilado y como un tonto embelesado? ¡Venga ya, nos vamos, que nos pilla el Coronavirus!

No hay comentarios:

Publicar un comentario