sábado, 30 de mayo de 2020

Amor amordazado



Al entregar la comadrona a la recién parida el fruto de su vientre, la madre se negó a recoger en el regazo a su hijo. De pronto sintió un fuerte rechazo hacia la criatura. ¡Se parecía tanto al monstruo que la dejó preñada!

Ya antes del parto, las monjas del hospicio sermoneaban a mi madre diciéndole que su deber era aceptar lo que venia de camino. A partir del día que la hermana jardinera la sorprendió queriéndose colgar de la higuera del huerto, las amonestaciones se hacían más insistentes:

No está bien que la vida que llevas dentro de tí, la desprecies tan desagradecida. ¿Quién sabe si tu futuro hijo será tu salvación el día de mañana!

Mi madre siempre fue sincera consigo misma. Lo que sale del corazón es inapelable. ¿Acaso alguien podría amordazar sus sentimientos? Otra cosa es que ella se los tragara por consideración o respeto hacia los demás. Ella nunca respondíó a sus consejeras lo que en su interior pensaba: ¿De qué salvación me hablan estas mujeres? No estoy obligada a querer lo que no quiero. El amor que no nace de la libertad, no es amor.

Pero sus piadosas celadoras insistían:

Nada tiene que ver el feto con la conducta de sus padres. El que ha de nacer de tus entrañas no es responsable de nada. Ninguna flor está en su derecho de privar de su aroma a los que se paran delante de ella para contemplar su belleza. 

Mi madre siempre me sedujo por las ideas que del amor tenía. ¿Es qué estoy obligada a amar a la fuerza? -me decía llena de rabia. ¡Cuánto más me esfuerzo por amarte, más te rechazo, más hondo, hijo mío, se me clavan las espadas de mi culpabilidad y desgracia en mi corazón confundido! Otras vece me hablaba de un amor que yo no entendía. Hay amores que, sin amarse, se aman más que si de verdad hubieran encontrado el amor de su vida, como ese puñal de plata que te hace gemir de dolor de tanto placer que te causa. Un día, por ejemplo, me llegó a decir: De tanto amar lo que no amaba me convertí en tu esclava.

Mi madre no pudo superar vivir eternamente atada a mí. Yo era su escarnio y su vergüenza. A todas horas yo le recordaba al hombre que la violó. ¿Es que una madre no puede abdicar del amor que no siente por su hijo?  

Desde aquella mañana que me la encontré atiborrada de pastillas, muerta en la cama, siento sobre mis hombros la pesada carga, el mismo peso, la misma culpa e indignidad que ella vivió mientras estuve a su lado.

Perdí a mi madre. Ahora me toca la ardua tarea de encontrar a mi padre.

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