sábado, 18 de enero de 2020

Pasión por los libros



No es de mi agrado contravenir las preferencias de nadie. Tampoco es sensato ni cortés replicar o hacer ascos de los gustos de cualquiera. De gústibus non est disputandum, o dicho de manera más pinturera: para gustos los colores. Y más, si ese alguien en el que ahora estoy pensando se pirra por los libros. Tiene este amigo mío la casa atiborrada de libros. Montones de libros en el suelo, por la cocina, debajo de la cama, pilastras de libros en cada escalón que sube a la terraza. No hay silla donde sentarse. Todas están ocupadas por libros. Hasta el ropero lo tiene ocupado por la Colección Austral al completo. La casa se le queda pequeña, ha tenido que alquilar un trastero para darles alojamiento.

Cada libro es una parte de su vida. Libros que deleitaron su infancia. Libros que acompañaron su incomprendida adolescencia. Libros de su juventud ardiente y rebelde. Libros de consolidación y madurez emprendedoras. Verse privado de un solo libro, sería para mi amigo un suicidio. Castrado se sentiría. No sería él. Antes preferiría que le cortaran una mano que perder el Tirano Banderas de Valle-Inclán, por poner sólo un ejemplo. Un náufrago sería mi amigo si sus ojos no respiraran el aire que exhalan las letras de sus libros.

Yo soy distinto. Mis gustos son otros. No es que yo sea un iconoclasta, pirómano iletrado, fóbico-alérgico-antigutenbergiano. Nunca vi con buenos ojos que la sobrina del Quijote quemara los libros de caballería de su tío Alonso. Pero de ahí a ser un chiflado bibliómano como el Avelino de Pío Baroja, que no podía entrar en su casa porque los libros se apilaban como montañas detrás de la puerta... Y no es que mi amigo sea un acaparador sin fuste de libros. Mi amigo no es un maníaco. Lo que mi amigo siente por los libros es amor, ni siquiera es bibliofilia, es amor del bueno. Los libros para él no son un fetiche o un jarrón decorativo. A mi amigo le gustan los libros por lo que dicen, por lo que cuentan, por lo que enseñan y, sobre todo, porque cada libro es el alimento y la sangre, la imaginación y la mente que necesitan su cerebro y su corazón para seguir adelante. A mi amigo, como a Borges, no le interesan los libros físicamente, sino porque son, repito, el sustento de su esencia, son su memoria y su historia. Cada libro es un hito, un capítulo de su vida. Los hermanos Grimn alegraron su niñez. Cumplió los diez con La historia Interminable. Con After de Anna Todd traspasó la pubertad. Julio Verne le dio alas a su fantasía. Con La fea burguesía de Miguel Espinosa alcanzó su ponderado juicio. Pérez Galdós le enseñó a valorar el realismo, el sentido de cada acontecer y anécdota... Y así, hasta llegar a sus cincuenta de hoy, que con Terra Alta de Javier Cercas, mi amigo ha llegado a la conclusión que la mejor tierra para cada uno es aquella que pisa, cultiva y disfruta.

Quede claro que, dados a coleccionar, es más provechoso almacenar libros, que tener las estanterías con gatitos de porcelana, o llenar las paredes con los repetidos suvenires de unas vacaciones por las playas del Mar Menor. Mi amigo y yo, aún siendo muy parecidos a la hora de reconocer lo valioso de los libros, en cuanto a su teneduría somos distintos. Yo por ejemplo, no podría estar todo el día sorteando pilastras de volúmenes, incunables, diccionarios, catálogos... cada vez que tuviera que ir al baño o al frigo a socorrer mis papilas hambrientas.

Cansado estoy yo de ver a mis libros, olvidados, aburridos en sus estantes doblados. Si alguna vez preciso volver a ellos, sin duda los encontraré en cualquier portal de Internet, o en las múltiples librerías digitales que abundan por las redes. Somos ya muchos en la casa, los críos, el perro, la suegra, la hermana soltera de mi mujer, el canario del abuelo. No es que yo aborrezca los libros. Es cuestión de espacio. De hecho, en ocasiones son mi refugio, mi silencio, mi soledad, mi tiempo. En ellos me pierdo y a la vez me encuentro. Dulce solaz la lectura.

Pero el que mis libros se desperdicien, se malgasten, se echen a perder y no puedan rehacer sus vidas con la mirada de otros lectores, hace que me sienta responsable de tenerlos recluidos, olvidados. Me siento culpable de ser su carcelero. No quiero seguir siendo el vil ejecutor de su secuestro. En conciencia estoy obligado a dejarlos libres. He llamado por tanto a los Traperos para que rehabiliten mis libros, para que desarrollen otras posibilidades que en sus hojas atesoran, para que tengan una segunda oportunidad con exponente infinito en las manos de otros dueños.

Acaban de llegar los Traperos de Emaús. Conforme voy metiendo los libros en sus cajas, ni siquiera miro los títulos. Aparto la vista como hago en mi habitual análisis de sangre, cuando la enfermera me clava la aguja en vena, y yo retiro mis ojos del brazo, creyendo que así me hará menos daño.

Mi sorpresa ha sido cuando al coger el Don Quijote de la Mancha para introducirlo en una de las cajas junto al resto de sus compañeros de celda, veo brotar de su lomo un raudal de lágrimas. Le digo al libro que no se lamente, que pronto será huésped deseado de un hogar, de otros ojos generosos. Al libro no le consuelan mis palabras. Tocado por el síndrome de Estocolmo, sigue llorando a mares, al igual que lo hiciera Sancho Panza, cuando el gitano Ginés de Pasamonte le robó su rucio fiel y querido. Compadecido por su llanto, cojo de nuevo el libro cervantino. Acaricio sus tapas de cuero herido y le digo como una madre a su hijo: No llores, mi niño, permanecerás siempre conmigo mientras yo viva.


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