miércoles, 15 de enero de 2020

La fiesta de san Antón







Subes al monte en busca de pastos para el rebaño de tu tristeza, tu amiga, la soledad-catarsis. Y te encuentras a la montaña atiborrada cual los comerciales de unos grandes almacenes en tiempo de rebajas. La ermita de san Antón el Pobre, extrañada de ver el jolgorio, no da a basto a ver pasar tanto coche risueño y peregrino. Desde la Fuensanta hasta santa Catalina, desde el Sequén a los Teatinos, las piedras y los pinos se las ven negras para dar asiento y cobijo a tanto romero festivo cargado de mesas, sillas, capazas y manteles.

Piensas en una concentración regional de montañeros, jubilados, o de alguna peña huertana; pero al observar la variedad de semblantes, edades, atuendos, y no encontrar en ellos un denominador común, cambias de opinión. Las particularidades de esta gente no se corresponden con las de unos senderistas, camisas sudadas, deportistas silenciosos, atléticos ciclistas... con los que te cruzas cada vez que vienes por aquí a poner a remojo las callosidades de tu alma. Echas mano a un criterio más emblemático y universal, transversal y genérico que dé cabida a toda esta gente dentro de un mismo conjunto. La fiesta de san Antón es la repuesta. La tradición, esa vena irresistible, mitad rito y folclore, mitad gravedad e impulso que recorre eslabón por eslabón esa cadena en la que cada cual se siente seguro y a la vez atrapado.

A pesar del día desteñido, un poco revuelto por la neblina, la humedad, el plomo de unos nubarrones indefinidos..., el monte está a rebosar. La naturaleza pródiga en sensaciones interminables, en medio de esta ebullición prolífica y cargada de dinamismo te hace un hueco justo enfrente del seminario de verano, en el rellano de aquel viejo y abandonado polvorín de tu juventud confusa donde de vez en cuando acudías a preguntar al monte que te sacara de dudas. Siempre vuelves a la montaña cuando los obstáculos de la llanura te dificultan el paso. A pesar de estar rodeado de tanto barullo, te ves aliviado por esta soledad que no te abandona. Cuanto más acompañado estás, más intensa la sientes. La mujer, los hijos, los amigos, los entretenimientos, las obligaciones, la tradición y su fuerza, con ser antídoto eficaz para tu desvalido estado, no colman tu vacío. Eres ese eslabón aislado, roto y suelto de tu original especie.

Sentado sobre las raíces de estos pinos, descansas el peso de tus huesos tendinosos, pones a refrescar tu mente calenturienta. Sostienes ahora una piña de una rama que cuelga sobre tu cabeza. Coges una piedra y la partes para ver que alberga dentro. Formas parte de esta piña compacta. Eres una de estas celdillas agrupadas en su cohesión y reclutamiento. Tan fuerte se adhieren unas sobre otras que forman un solo cuerpo inexpugnable. En su interior, en la oscuridad de su impenetrable cofrecito, la prenda de un piñón guarda virginal el dulce bocado de su encarcelamiento. Su cara inviolada, sagrada y solitaria no ha besado todavía la suave luz del sol. Encriptada, inaccesible se desvive la semilla por tocar la carne de la tierra. Se esfuerza por abrirse, por soltarse, pero cuanto mayor es su empeño, más se siente encadenada, enclaustrada en la armónica y escalonada simetría de su hábitat acomodado. Con el tiempo, el crecimiento y su maduración romperán la perfecta formación de su sometido y ordenado reclutamiento. Los piñones se lanzarán a otro nuevo placer, otro plano, el de su aventura feliz o incierta.

A tu alrededor suenan ahora los cláxones de un atasco de coches en la explanada del santuario. La algarabía de los adolescentes que recorren sus años mozos al trote de ribazos y acantilados, ardores, quebradas y requiebros, resuenan saltarinas al aire de risas sofocadas por el rubor de una mañana animada por los bailes y los cantos de una fiesta que asciende jubilosa hasta llegar a la misma Cresta del Gallo. Ante el juego de los más pequeños, la naturaleza sonríe y retoza. Sonidos, calores, arrumacos, llamadas, reclamos, sabores... como agua danzarina corren sin mojar siquiera la punta de tu pies agrietados. Pasan junto a ti sin dejar rastro de su euforia, de su melodía y delicadeza. Eres una sombra insensible en este bullicio palpitante. Escondido y escudado por peñascos y malezas, estando metido en el mismo ajo del jolgorio, te encuentras infinitamente solo y ridículo.

Un perro feúcho, negro y vagabundo, de su manada escapado, pasa de largo buscando por las bolsas de basura algo de comida. Al rato vuelve, se detiene a tu lado. Ahora se lame una herida que le sangra detrás de la oreja. Le miras a los ojos y en ellos ves tu soledad cauterizada.

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