sábado, 11 de enero de 2020

Panta rei




Como aquel que después de una profunda siesta se despierta sin saber si es por la tarde o por la mañana, así empiezo yo el 2020. Tras el trasiego de las fiestas de navidad, llevo estas últimas fechas sin saber el día en que me encuentro. El tiempo que todo lo da y todo lo quita no quisiera que me robara también la memoria. Confundo el viernes con el jueves. No distingo los días laborales de los feriados. Me detengo ocioso en el presente sin caminar al mañana. Hace ya más de una semana que comenzamos el año y aún ando con la retranca de mis pilas gastadas.

Ya es hora de resetear mi estado y poner en hora las agujas de mis pies estancados, si no quiero faltar a la cita que tengo concertada desde hace más de mil años con el laboratorio Lux Aurea para que me hagan un TAC, esa exploración radiológica que tanto preciso.

De un tiempo a esta parte sufro unos dolores internos que no sé si me vienen de aquel implante del alma que me hicieron nada más nacer, o tal vez se deban a alguna ingesta político-cultural consumida en mal estado. Últimamente una epidemia que creíamos ya superada, ha vuelto a renacer con extremada virulencia. Y así, lo que antes considerábamos descartado y superado, por visceral, imposible, vírico, pernicioso y anacrónico, renace ahora como verdad revelada por todo nuestro organismo intoxicado. Y lo que hasta ayer era constitucional a nuestra esencia, hoy es flagrante golpe de estado.

Por eso esta misma mañana me dirijo a la mejor librería de la capital. Allí me proveo de uno de los mejores almanaques a la venta para no perder el compás de mis pasos cifrados. El almanaque en cuestión es un hermoso pliego de papel cuché plastificado que mide cincuenta de ancho por casi un metro de largo. Los números de los días vienen muy bien marcados en negro, rojo y verde, según sean éstos festivos, hábiles o autonómicos. Ideal para colocarlo en la parte de pared que queda libre del salón de mi casa, junto a ese viejo reloj de péndulo que da las horas sin referencia fechada alguna. Lo que más me ha animado a comprarlo es que en el centro mismo de este almanaque se puede leer con letras pintadas en azul fuego la frase Panta rei. Estas dos palabras griegas, sin saber yo su significado, son para mí el mejor conjuro contra el inmovilismo, la decepción, la vuelta atrás y la pereza. A ver si así pudiera pasar de lunes a martes sin equivocarme, al igual que lo hacen las aguas del río que fluyen sin detenerse en su inútil y ancestral pasado.

Conforme me hago mayor las dimensiones del espacio se me muestran distorsionadas. El largo, el ancho, la capacidad de las cosas y, sobre todo el tiempo, lo vivo como una fuerza generadora que lo mismo amplia mi visión hacia horizontes expansivos, que comprime mis horas en segundos. Cuanto mayor es mi recorrido en estas coordenadas vitales que se me han dado, la velocidad de mis días se acelera, se multiplica a veces, y otras, se aletarga y remansa como las aguas del Reguerón al llegar a la Vega. Crecer y envejecer es lo mismo. No hay valiente que le amarre los huevos al tiempo que se escapa. ¿Acaso el recuerdo, por pensar en pretérito, ya no es tiempo? O la esperanza, ese presente proyectándose en el futuro inmediato ¿tampoco es nuestra? Somos río cuyas aguas ansiosas no se paran un momento. Deseosas, como aves migratorias, corren a la albufera para depositar allí los huevos de su nuevo avenir.

El jueves pasado fui al Ateneo de Molina a ver Paterson, una película que concluye con la destrucción del cuaderno de los poemas de su protagonista, un conductor de autobuses que relata de manera sencilla y bella los pequeños detalles de su vida. Su perro Marvin tritura literalmente el cuaderno donde su dueño ha ido anotando la cotidianidad de sus sentidas emociones durante una semana. Todo su mundo poético perdido por las dentelladas de un perro celoso. El conductor se siente abatido. Pero de golpe, al final de la película, de un modo misterioso, un señor le regala un cuaderno con todas su hojas en blanco al conductor. Paterson, que así se llama también el conductor de autobuses, reinicia la semana anotando con su acostumbrada sensibilidad lírica, sin aspavientos ni rimas rebuscadas, lo que a su alrededor acontece, lo que siente, vive y percibe. La película acaba por tanto como empezó. Todo lo que empieza, acaba. Cierto. Pero... ¿y viceversa?

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