jueves, 26 de diciembre de 2019

La flor de pascua





Sembré en medio de la luna creciente una diminuta semilla en el mismo linde de la tierra que habito, a medias entre este campo que labro y aquel otro apalabrado que tengo al otro lado de los cipreses de la acequia subirana. Aboné el yermo terruño donde, sepultada la simiente, se pudriría a la espera silabeante de su verbo florido. Antes de brotar, la palabra-planta había de pasar por el laberinto largo y oscuro de una mente-alambique, clara y lúcida, un corazón soterrado y balbuciente. Palabras, por bordes, sin alma, hay que desenterrarlas para no desperdiciar el plantío, ¡que está la campiña saturada de palabras cardos, palabras sin savia, rizomas carbonizados que no se oyen, ni cantan, no dicen nada, palabras mustias, oxidadas, picadas por el oro del escarabajo verde! Hay palabras-silencio que son sabias, pero, que yo sepa, por estos parajes verborrales de estopa, palique y florituras retóricas, no van, ni agarran.

El buen hortelano que me regaló la semilla de la flor de pascua me dijo que plantas como éstas, para sobreponerse al frío, a las heladas y a la cerrazón politiquera, requieren del regazo cálido de un ribazo mimoso, solidario, internacionalista, húmedo, inclusivo y generoso en omegas y alfas. Así lo hice. La puse en el mejor lugar del huerto, con vistas al sur protector, resguardada del avaricioso norte, apartada de merlas y gallos capitalistas, abiertas a todos los idiomas de la tierra, alejada de caracoles carnívoros, de culebras venenosas...

Esta mañana de navidad me levanto temprano con la esperanza de ver el barro del cuerpo de mi maceta rebosante del rojo encendido, alado de su pasión exultante, fraternal y enamorada. Durante todo el año resguardé esta planta como matriusca rusa, ahuevada en sus siete cáscaras eternales. Acurrucada la tuve en su silencio místico, para que al llegar el sol naciente de esta mañana de navidad, verla brotar del arca de su alianza prometida, del pesebre rico en oligoelementos sonoros, exuberante de gloria, buena nueva, de sentido y significado escatológico y acreditado.

Y ¿qué es lo que me encuentro? La flor de pascua en blanco y negro, secuestrada, arrancada del diccionario de mi alma, imberbe, que no sabe ni deletrear el nombre que la sustenta y mantiene. La llamo y no me responde. Ilegibles son los pliegues de sus letras analfabetas. Ya todo se parece a todo, ya nada es lo que era. Hasta el vino, de toda la vida rojo y blanco, lo elaboran verde. El aire lo compramos embotellado. La guerra del agua por el oriente asoma. Herodes ha cercado de muros todos los manantiales y fuentes del planeta para venderla gota a gota en el sideral mercado de los sábados.

La palabra no pudo sonreírme encarnada. En la cuna no estaba el niño. Tan sólo he visto a la lluvia burlona, seca y ácida entre las pajas de un establo intoxicado. La higuera que hay a su lado, retorcida de dolor me dice que por la excesiva contaminación lumínica de estas fiestas, el verbo no ha podido hacerse carne. De tantas luces como hay encendidas, ya no veo nada.

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