martes, 10 de diciembre de 2019

El síndrome de Ménière





Recuerdo de colegial cuando el pasante nos vigilaba en el salón del estudio de aquel colegio calasancio. Apoyábamos nuestros despellejados codos sobre los monacales y enfilados pupitres, atestados de raspados escritos sobre la vieja madera de sus desvencijadas tapas: Virgen santa, virgen pura haced que apruebe esta asignatura. Había también otras jaculatorias de tono profano y amoroso: mi querida Lolita, me muero por ir a verte; pero, éstas y otras por el estilo, eran ilegibles, sólo estaban en nuestras puberales mentes pajilleras, pues los pudorosos frailes al instante mandaban a las limpiadoras que las borraran a base de lejía y padrenuestros.

Al oír los pasos detrás del subprefecto guardián, hábilmente yo daba el cambiazo. Sobre mi Lolita de turno o cualquiera otra novela, por ejemplo de Henry Miller, que a hurtadillas estuviera yo leyendo en aquel momento, dejaba caer el disciplinar catecismo del Padre Astete, del que debíamos dar cuenta con preguntas y respuestas en el próximo examen. Pero aquella tarde mi astucia no fue lo suficientemente rápida. In fraganti fui cogido leyendo Trópico de cáncer, antes de darme tiempo a escudarme con el libro sagrado de religión. De inmediato vime esclafado por el subprefecto a los pies de la tarima de su mesa presbiteral. Obligado, durante media hora, soporté de rodillas el despectivo juicio de mis condiscípulos que me miraban como a diablo apestoso y proscrito. El castigo realmente fue provechoso. En la media hora que en genuflexión penitencial y contrita estuve quieto, tiempo tuve de descubrir que, no sólo el principio heraclitiano es fuente de movimiento y vida, sino que también lo es la santa inmovilidad. La quietud encierra en su interior quilopondios sobrados para hacer arrancar un tren lleno de ingenio, de ideas fantasiosas y sorprendentes, como el hacer correr a unos padres en busca de remedio para un hijo que quedó completamente, paralizado, cataléxico en la cama, una mañana antes de ir a la escuela.

Al día siguiente, amanecí con fuertes dolores de barriga, o lo que es lo mismo, se me quitaron las ganas de ir al colegio de los disciplinares calasancios. Los dolores eran reales, auténticos, aunque sólo existieran en mi mente engañosa. Mis padres, al verme paralizado y con aquellos horribles retorcijones de barriga, hicieron venir a casa a don Miguel el bola, así llamábamos al médico. El mote de bola tal vez se debiera por el parecido refulgor de su calva con el reluciente brillo de una bola de billar vacía de pelambrera neuronal alguna.

¿Será acaso este hombre, curtido en medicina capaz de descubrir el verdadero origen de mi falso y condolido vientre? -me preguntaba. Eran tan grandes mis ganas de no volver al colegio, que estaba completamente seguro que mi astucia sería más fuerte que la hipocrática ciencia del referido doctor. Muy fuerte, digo yo, debieron ser mis dolores de estómago, cuando a mis padres les faltaron pies para hacer llamar a don Miguel el médico. Yo entonces no sabía distinguir un dolor de barriga, de una pataleta. Todo para mí era lo mismo, malestar al fin y al cabo, ya se debiera a mi tripa o a la tirria que yo le tomé al carcelero aquel de mi estudios.

Por aquel entonces, no sé, si para bien o para mal, los efectos y las causas andaban confundidos en mi globalizada cabeza, como los calcetines y las medias rebolicadas en el canasto de la costura de mi abuela.

Hoy, la vida y los años, y con ellos el pensamiento analítico me han enseñado a distinguir la noche del día, un dolor de muelas de una gripe, una diarrea, de una picadura de mosquito. El avance en los diagnósticos, afortunadamente es extraordinario, aunque ellos no me liberen del engorro de mis mareos. El progreso ha sido enorme. ¿O no? Pues a ver: ¿de qué me sirve saber que padezco el síndrome de Ménière, tras un año entero de pruebas, análisis, radiografías y resonancias, si estos alocados mareos no dejan de atacarme de igual forma?



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