martes, 26 de noviembre de 2019

Por más que miro las cosas





Por más que miro las cosas, no consigo ver lo que tras ellas se oculta. El atardecer está vacío, una gran pantalla gris. Digo gris, porque no tiene color. Sólo sabe a nada. Mis ojos se estrellan contra el plomo de un cielo mortecino. Y aunque sé que dentro de poco, el firmamento se colmará de estrellas, mis ojos seguirán llenos de esa nada que a mí, anonadado, también me mira.

Todo ante mi vista es pura vaguedad que me niega su significado o su significante. Nunca logré enterarme de la ambigüedad de la fraseología lacaniana. Presiento lo real, lo intuyo, o mejor necesito que exista, pero disparatadamente este real es un fantasma que me asusta y me intimida. No consigo dar forma al vacío de mi existencia. Mejor así. No soportaría al monstruo que me alimenta. Como el relámpago para los antiguos, la realidad para mí es inexplicable, un phainomenon. Las trompetas mudas del apocalipsis resuenan en mis oídos sordos y rompen la luz de mi ventana. Todo en esta tarde, el aire, el monte, los pinos carecen de identidad. Las letras de sus nombres se las tragó el viento. Incluso la noche encapuchada, que sigilosa se acerca, no tiene ese sentido de grato recogimiento que con su manto siempre me sentí protegido. La película, el campo de mi visión está velado. El paisaje, el plano, las secuencias que sensibilizan el nervio óptico se muestran al ras de mis tobillos. Sólo alcanzo ver el tosco y analfabeto suelo que piso. Durante toda la tarde he esperado que el film del que soy espectador, me dé a conocer los rostros, por lo menos, sus manos, su sexo, el pecho, los hombros del ser que tengo delante. Las cosas tienen su nombre, su realidad, su fondo, su luz. Pero yo, en esta tarde, estoy ciego. A duras penas distingo la escueta superficie de las cosas. Quisiera que el viento sacudiera y descorriera las cortinas y, así poder yo al menos atisbar el pudoroso rojo de su encanto interior. Sorprendido sería por su íntima y majestuosa belleza.

Me agacho, cojo lo más simple que encuentro a la mano, una de las piedras que recubren la tierra de la maceta del porche. Su cohesión, la energía, su actividad, su autodisciplina molecular, la combinación de sus diferentes elementos, su proporcionalidad, su estabilidad y gravedad, su misma movilidad oculta, su alma, todas estas características de la piedra son para mí desconocidas. Ingenuo paso de ellas con mi habitual indiferencia y vulgaridad. Nadie que se cruza en el camino con una piedra se detiene para saludarla o alabar sus lindezas. Si de un simple risco pudiera cantar su prudencia, su opacidad y brillo, su artística rudeza, su pulida hechura... ¿cuánto más podría yo ver en esta simple gota de rocío de los pétalos azulados de las flores que trepan por la celosía de la terraza?

El interlocutor que esta tarde sigiloso espía mis sentimientos me dice:
No busques debajo de las piedras, no escarbes en el vientre de la luna, no deshojes la rosa, si quieres ser sorprendido, gratificado por el aroma del jazmín, o el milagro de las leyes físicas del calcio o del carbono. Fuera de lo que ves o experimentas no hay nada sublime. A la vista está todo. Nada hay escondido, a pesar de que horóscopos y adivinos, sacerdotes y científicos, tahúres y políticos quieran explicarte el enigma misterioso de la última geoda hallada.
Mientras me esfuerzo en hurgar perdiéndome en laberintos profundos, puede que me esté privando del placer de sentir la realidad. Las cosas son como son. La última razón es al mismo tiempo la primera. O ninguna. El olor a hierba fresca, el pan recién hecho, los limoneros que con su azahar me besan a la hora del crepúsculo, cuando cansado del trabajo regreso a casa, no tienen vuelta de hoja, ni otra explicación oculta, ni argumentación alguna. Tampoco necesito acudir a ningún dios ni hechicero para que me desvele el por qué se rompe mi corazón cuando veo los ojos de una niña violada, una mujer maltratada por violencia de género, o por qué mis pulmones se ensanchan cuando alegre veo partir a mis hijos en busca de su juvenil aventura. No existe la fenomenología. O lo que es lo mismo: la verdad no anda escondida en el interior de un pozo. Tampoco la apariencia es un engaño, como la realidad tampoco es un enigma. Las cosas, los objetos, el amigo, la mujer, el hombre no son espectros, tampoco, reflejos de una realidad ulterior, última o trascendente. No existe otra vida debajo de esta que vivo. No es necesario. La otra vida es ésta. Lo que pasa es que estoy tonto y no la veo. No es un problema de realidad. Es la falsa dicotomía a la que me tiene sometido la cultura de la razón, la pseudofilosofía vana que me aliena transportándome a escenarios inexistentes, me engatusa mercantilmente vendiéndome humo para que no me enfrente ni a mí mismo, ni a la real naturaleza de las cosas. No hay una doble imagen, ni una oculta y misteriosa realidad. Las cosas son lo que son y punto. El tesoro no está escondido. Son mis ojos los que están cerrados. Mis ojos, en esta tarde nebulosa, están podridos como nueces agusanadas. Ojos que no veis, que diría el poeta.

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