domingo, 3 de noviembre de 2019

La tarde zombi



Es en el pecho donde más nota el agobio. Algo tapona los conductos de su respiración. Toma el aire, hicnhando como un globo el abdomen y, así poder salir del ahogo que le oprime como una apisonadora el firme de toda su estructura psíquica. Siente latir su corazón hasta en los codos, en cada una de las partes más olvidadas de su cuerpo, en las plantas de los pies, los sobacos, en el ombligo... No hay rincón de la geografía corpórea que no sienta su palpitar condolido. Para aliviar su asfixia, por la ventana saca su cabeza a la calle. Ni un alma. Sólo la colgadura de la Virgen se extiende azul por los barrotes del balcón. A estas horas, todos andan en la feria. Son las fiestas del pueblo. Mira al monte, a las nubes, a las cuatro farolas, solas y espigadas, a los cinco árboles tronco-botella de la placeta, a las seis horas vespertinas del mortecino cuco del salón. Sus ojos como ventosas se detienen en el vacío de la tarde. A sus oídos llega el molesto griterío lejano de los niños, subidos en la noria. Cuatro viejos en el jardín consumen a la petanca la divinidad de su tiempo libre, ajenos a tanta beatería festivalera.

Un poco más calmado nuestro protagonista se sienta ahora delante de la mesa de la cocina. Tiene una taza de manzanilla en la mano. Entorna la mirada. Queda medio adormilado. Se ve a sí mismo en medio de una gran muchedumbre, caminando en sentido contrario a la marea de peregrinos que en procesión callada se dirigen a una administración de lotería, la iglesia de la santa patrona, en busca del milagro: salud, amor y trabajo. A contracorriente, imposible hacerse un hueco entre tanto devoto apelotonado. Las explosiones de los disparos lo sacan de su letargo. Es el tercer certamen del tiro al plato que se celebra en el club de tenis, a tan sólo cien metros de su casa.

El bullicio resuena estrepitoso. En el pueblo son las fiestas. Él se mueve ausente y distante por las habitaciones desoladas de su casa. Se siente abandonado al haber él abandonado a los suyos. La mujer y sus hijos se fueron también a la verbena. No tiene ninguna razón para estar malhumorado. De hecho no lo está. Pero los pelos, todos, los tiene de punta. La tristeza que le circunda, sin ser motivada, es más punzante, precisamente por eso, a pesar de no tener nada a su lado que le agreda o le moleste. Está, sin haber hecho nada, como extenuado tras el esfuerzo de una gran tarea.

El ritmo de su respiración de nuevo se acelera como si presagiara un descalabro inminente. Mira a su alrededor, no ve, no hay ningún precipicio para sus vértigos y sobresaltos, su tiricia. Su mal estado, sin razón alguna, le exaspera aún más al comprobar que todo está en su sitio. El aire de la tarde zombi acaricia el verde de las plantas indiferentes. Las hojas de las macetas lucen esplendorosamente su brillo, sin percatarse él siquiera de su bello e impecable reflejo. Desde los extremos de la terraza, el jazmín y la hierba buena deshilan desaprovechados su perfume delante de sus narices alérgicas. El canasto de la ropa limpia con sus toallas y sábanas bien planchadas y olorosas blanquea desde su cómodo rincón toda la sala. El sol con su adiós tras la montaña está a punto de ensombrecer cálidamente toda la estancia. Pero él no siente nada. Incluso los arrumacos amorosos de los pájaros sobre el alero de la buhardilla le son ajenos. Ni siquiera su mujer con su agradable y zalamera presencia podría arrancarle de su alma la congoja. Cuanto más cuenta se da de su abrumado estado, peor se siente, porque sabe que no tiene razón alguna para sentirse como se siente. ¿A qué viene entonces tanta angustia que hasta estas letras tiemblan y se tambalean al ver tan abrumado a este hombre?

La perra de vez en cuando sacude la cabeza con pequeños quejidos inesperados. Los oídos del hombre también ladran como los de su fosterrier cabreado. Y las orejas del hombre se tiesan ante el jolgorio y la alegría de la carrera de cintas, las risas de los enamorados en el tren de la bruja, la explosión de los petardos, el culebrear de las carretillas borrachas de los chiquillos tras las muchachas, los cucuruchos de algodón de colores pringados alrededor de las boceras de los niños.

En el interior de una campana, los goznes encabritados retumban sus espantadas sienes en el altar mayor de su psicótico cerebelo. Misa solemne en la iglesia. Enclaustrado en la cavidad resonadora, en el vientre zumbón de la espadaña, los mazos del carrillón no cesan de vibrar estridentes resoplidos, ecos burlones ante tanta parafernalia. El martilleo metálico silba al ritmo de la presión sanguínea, rompe su capacidad de aguante. Esta terrible sinfonía que permanentemente le acompaña, con ser siempre la misma, no siempre la percibe de la misma manera. Su intensidad varía con el balanceo agonizante de los reflejos de la tarde lánguida.

El ajetreo de fuera disimula su estruendo interior. En esta tarde de feria, cuando todas las bocas de la naturaleza estallan de júbilo alrededor de un tío vivo y una tómbola, a él le falta el aire que a los limoneros del huerto de la estación les sobra. Las aguas de la fuente del parque ya no exhalan como ayer su oxigenado fluir que daba alas a unos peces de colores. Los latidos de su corazón se contraen cada vez más por el dolor apagado, inexplicable, no justificado, sobrecogido por la nada que le cubre. Alelado y en suspenso. A cero sus constantes vitales. De mirarse en un espejo, ni siquiera su rostro reconocería. Cuanto más los dioses le regalan con sus mieles de fortuna, con el cotillón del baile, con las lisonjas mojigatas del pregonero de las fiestas, más los áccidos de su estómago le llegan hasta la garganta, el atolladero de sus fauces inapetentes. Este hombre es un muermo.

En la placidez de la tarde sórdida, se hace de noche antes de la cuenta. El cielo tímidamente se cubre de ceniza. Cansado el hombre se deja caer en la cama infinita de su alergia. En la iglesia es el momento de la Minerva. El cura levanta la Hostia. Lassi, Paloma, Blak, Napoleón,... todos los perros del pueblo se ponen a ladrar de golpe con todas sus ganas.

Tras el trueno gordo de los fuegos artificiales llega el final de las fiestas. El hombre, a quien las fiestas le revientan, vuelve a respirar de nuevo.

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