viernes, 18 de octubre de 2019

Un baile de tradiciones y cromosomas más allá del tiempo




Hay días que a las diez de la noche ya está en la cama. Eso sí, se levanta muy de mañana. Me lo dice con un refrán de los muchos con los que alumbra su hablar ameno:
Si quieres criarte sano, acuéstate temprano, poca cama, poco plato y mucha suela de zapato.
Esta noche es una excepción. Son las dos de la madrugada y aquí estamos los dos platicando alrededor de la mesa camilla. Ella, en el sillón de orejeras que le regaló mi hermano, destejiendo los hilos del echarpe de sus empinados días. Yo, absorto en sus palabras, recojo velas para que el temporal no estampe contra las rocas su barco atesorado de vivos recuerdos. Recordar es vivir. Y la veo rejuvenecer mientras me cuenta y me habla de sus cosas. Me cuenta, con un cierto orgullo y gracia de niña traviesa, lo mala que fue de pequeña.
Mala, más que mala, como te coja te mato, -me decía mi tío Juan José el tontico. Yo no paraba de hacerle rabiar. Le desataba las cordoneras de sus botas, (él por su condición era incapaz de abrochárselas). Cuando mi padre me llamaba para irnos al campo, me subía a los tejados para que no pudiera encontrarme. ¡Y con qué agilidad y soltura me ponía de pie encima de las mulas o hacía el pino, dando saltos como un danzarín del circo!
Mi madre aprieta mucho los ojos, arruga el ceño, como si todavía le doliesen las severas advertencias de su padre.
Fueron muy dura conmigo. En cambio mi hermana, como a sus quince años la operaron de un bulto que tenía en el pecho, siempre fue la preferida. A todas horas tu abuela Pepa la medicaba con mejunjes que ella misma elaboraba con hierro y otros componentes caseros. No sólo me cargaba con el trabajo de la casa, sino que además debía hacer las faenas del campo al compás de cualquier otro zagalón. Y así, antes que los jornaleros se levantaran, mi padre me llamaba desde la cama:“¡Lolica, arriba! que tienes que hacer las gachamigas”. Luego, después de almorzar, debía ir con ellos a vendimiar, coger la aceituna. Doblaba mi trabajo como hombre y también como mujer. Ahora, hijo, son otros tiempos que para mi quisiera.
Mi madre en sus tiempos fue, sin saberlo y sin pretenderlo, más feminista que Juana de Arco. Su boca pequeña, sus ojos de lince, sus manos de esparto. Su locuacidad, sin llegar a la charlatanería hueca, (mi madre es más bien discreta y tímida), demuestra una lógica aplastante. Es decidida, mujer fuerte. Desdobla el pañuelo de su pasado, deshilvana la toquilla de su memoria. Con inteligencia y donaire, con generosidad y cariño me hace entrega del tesoro de sus años. Pronto celebraremos su noventa aniversario.

De repente siento una angustia, como si algo querido, de mí desapareciera. ¡Qué triste perder algo que jamás podamos ya recuperar! Mañana mismo salgo de viaje. Sé que dentro de una semana regresaré y me volveré a encontrar con mis hijos, mi mujer, mis caprichos, mis tontas manías y apegos absurdos. Pero cuando mi madre ya no esté, se apagará para siempre el agua de la fuente. Los pájaros que ahora veo salir de su boca dejarán de cantar tan dulces melodías. ¿Qué serán de mis cuatro puntos cardinales? ¿Seguirá saliendo el sol por la Sierra Salinas?

Son las dos de la madrugada, no quiero acostarme. Someto a mi madre a un interrogatorio al que ella gustosamente accede diciéndome:
Todo esto, hijo, ya te lo he contado muchas veces.
Es verdad, madre, pero necesito para seguir vivo, oír, aunque sea siempre lo mismo.
Cuando me cuenta las penalidades de mis bisabuelos por olivares y viñas en busca del vino y el aceite de su sustento, siento como si mis pulmones respirasen mejor. Por las venas, los eslabones de mi cadena hereditaria, la sangre circula más desahogada. Me dice ahora:
Todavía huelo el pan untado en pringue, recién tostado en las brasas de la lumbre, con el que tu abuela me homenajeaba nada más verme asomar por la cocina.
Escucho a mi madre y me siento protegido, como si mi cuerpo se extendiera en un baile festivo de tradiciones y cromosomas más allá del tiempo. Y siento dentro de mí flotar el globo de la vida, el carro alegre de mis días. Y ella y yo, sentados alrededor de esta mesa de camilla, redonda y sin esquinas, nos confundimos con el aroma del romero y del tomillo que inundó veredas y campiñas, allá por la Azulada de los siglos pasados y, espero, que también venideros para aquellos que nos sucedan.

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