martes, 22 de octubre de 2019

La mano que mece la cuna



Como a Platón también a mí se me ocurrió un día acercarme a la casa de Diotima, y preguntarle si era verdad que el amor es lo que mueve al sol y a las estrellas. De ser cierto, -me dijo esta sabia y bella mujer-, hace tiempo que nuestro planeta andaría hecho añicos por los suelos del Universo.

Yo aún no del todo convencido por las palabras de la amiga del célebre filósofo de la vieja Grecia, aquella noche me fui al cine para ver La mano que mece la cuna de Curtis Hanson. Despechado estaba yo por aquel entonces, tras un revés por cuestiones de faldas.

Daba gusto pasear por Murcia al abrigo de la noche compañera. Ni un alma por la calle. Sólo alguna que otra cuadrilla de barrenderos parlotean retumbonamente bajo la bóveda de un cielo encendido de rabiosos desengaños. Algún turista despistado pregunta por el Hispano para tomarse el último whisky antes de meterse en la cama. A la altura de la Plaza Cetina, atravieso Raimundo Seiquer con el semáforo en rojo, licencia que le agradezco a la oscuridad solitaria. La refrigeración del cine Rex acabó con mis pies y parte de mi alma congelados. Paso por santo Domingo y entro en el bar que hace esquina con la calle Trapería. Pido un café bien cargado para sobrellevar el resto de la noche. ¿Cargado de qué? -me pregunta el camarero. Le contesto: ¡Échele un buen chorro de ajenjo para olvidar mis pesares.

El título de la película le viene, por sugerente, demasiado grande al tema. O lo que es lo mismo: se queda corto ante el grave y peliagudo asunto que trata: la instrumentación del amor como venganza. La película, llevada por el suspense, se entretiene demasiado en la hilaridad del drama, perdiendo así profundidad y encanto. De haber el director desentrañado el argumento desde un punto de vista más intimista y sosegado, tal vez yo hubiera salido del cine más reconfortado. Llevado por la múltiple y agitada concatenación de los hechos me quedé, ¡eso sí! desahogado, como si acabase de ver una película del oeste, y comprobar, a mi pesar, que los buenos son siempre los que ganan. Sinceramente me esperaba un filme más ajustado a mis necesidades. Repito, por aquel tiempo andaba yo herido de amor. Laura acababa de decir que no a mis pretensiones de noviazgo. Había preferido aceptar la oferta de casamiento de un sargento chusquero del Cuartel de Artillería. Por mi mente pasaron cosas terribles, desde arrojarle su pequeño caniche muerto a la habitación donde Laura dormía, hasta enviarle una carta falsificada con membrete del conservatorio donde ella cursaba cuarto de travesera, notifícándole su expulsión por consumo de estupefacientes. ¿Cómo es posible que lo que hasta ahora para mí había sido el más sublime y apreciado don, de la noche a la mañana se convirtiera en odio?

En nombre del amor se han cometido en la historia los mayores atropellos. Crímenes derivados de los celos han llenado trágicas e innumerables crónicas de sucesos. El amor, llevado por su generosidad, a instancias inapelables de su corazón dolido, se cree impune y con derecho a cometer las mayores atrocidades y lenocinios.

En apenas el cuarto de hora que tardé en tomarme aquel café cargado de rabia y envidia, dentro de mí se acumularon todas las brutalidades cometidas a lo largo de la historia en nombre del amor. Presidiarios, héroes míticos, célebres infortunados, dioses del Olimpo y hasta el mismísimo Aquiles lucen tatuado en su musculoso antebrazo la emblemática insignia de un Eros con su flecha en celo atravesado. El amor es tan ignorante como ciego, injusto y cruel. El amor como un río en su nacimiento es jovial, limpio, alegre y transparente, pero puede que en su cauce final, o si no antes, se confunda con el lodo del cansancio, la inquina y el desaliento. La misma psicología se sorprende que actitudes nacidas del amor estén tan cargadas de insania. El amor, como lo bueno y lo malo es más bien un concepto subjetivo. La misma bondad majestuosa e invulnerable de un amor revestido de entrega y adoración, puede llagar a transmutarse en el más ignominoso proceder de un hombre posesivo y sin escrúpulos, capaz de descuarizar a su mujer y arrojar poco a poco, cada día al contenedor un trozo de su cuerpo triturado. En todas estas cosas yo pensaba hasta que el camarero me advirtió que debía abandonar la cafetería, pues era hora de cerrar el establecimiento.

Tanto el café como el consuelo de mis reflexiones me reanimaron hasta el punto que desde allí me dirigí a la Barbus. Luego, desde esta discoteca, recuerdo a duras penas que me metí en algunos de los antros que rodean el teatro Circo. Llegué a mi casa de Torre Romo como una cuba.

Y para mi sorpresa, en el mismo portal de edificio, alli estaba Diotima, la confidente de Platón. Ella fue la que me ayudó a subir las escaleras, sacó las llaves de mi bolsillo y me abrió la puerta. Y la misma que al principio de este relato me había dicho que el amor era una quimera, con el tiempo resultó ser la dueña de mi corazón. Y ya va a para quince años que estamos casados.


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