miércoles, 9 de octubre de 2019

El cumpleaños de Boecio





Boecio esta mañana tendría que mirar su móvil para saber si estamos en el siglo VI o en el 2019. Así como hay gente que si no lleva su boina en la cabeza, no es capaz de salir de casa, este maestro de oficios no es nadie si no sabe si hoy es jueves o viernes.

Perder la noción del tiempo podría ser un buen augurio. O no. Retroceder a la prehistoria en la que los humanos no disponían de mecanismos indicadores del tiempo debe ser un tanto como andar en penumbras, sobre todo anacrónico. Boecio se dirige a su trabajo sin saber el día en que se encuentra. El tiempo ha desaparecido de su memoria. Ignora por tanto si hoy tiene claustro, tutoría o reunión de departamento. Anda perdido. Observa, camino del campus, como una máquina con uñas y dientes destroza el monte. Dentro de poco estos pinos y encinares milenarios cederán su hábitat a unos bloques de viviendas de lujo acristaladas de negro opaco. Al pasar por el repetidor, junto al poste que apuntala la torre de antenas que dan imagen, luz y sonido a toda la ciudad universitaria, ve una pareja de adolescentes sentados uno encima del otro. Juegan zalameramente a quererse con ese encanto prístino de una juventud en flor sobre el manto verde del césped que engalana los jardines de la Facultad de Filosofía. Al mediodía, cuando Boecio, después de su jornada como maestro de Retórica, regresa a casa, aún están los tórtolos acaramelados como si el tiempo no existiera para ellos. Desde el día que el hombre tomó conciencia de la prisa (y con ella del deber y la puntualidad) supo de la caducidad de lo creado y de la certeza de su muerte.

Algo siempre se le escapa al profesor cuando intenta hacerse con algo. Hoy se le escapó la fecha. No sabe ni el día ni la hora. ¿Acaso -se pregunta Boecio-, sería yo más joven de seguir no sabiendo los años que cumpliré mañana? A pesar de su afán científico siempre se distinguió este hombre como un tanto poeta. La ciencia y la filosofía algo tendrán que ver con la poesía, cuando el científico, el pensador y el político, al encontrarse con las últimas causas desconocidas que dan origen al dato de sus investigaciones, tiene que recurrir a las metáforas para explicar a sus discípulos el proceso de sus comprobaciones platonicas.

Si no dispusiéramos de computadoras que midieran el espacio recorrido en una unidad de tiempo, -sigue preguntándose Boecio- ¿acaso estaría yo menos agotado en este desplazamiento que a diario hago para llegar a mi trabajo? ¿Qué es lo que me hace ser más viejo cada año, las primaveras perdidas o los pocos otoños que por contabilizar me quedan?

Boecio no sabe muy bien si el tiempo es un concepto subjetivo que la mente humana hace suyo para poder así anclar y organizar su periplo histórico-cronológico. Hay quienes dudan que el tiempo sea una realidad concreta. El mismo Boecio dice en su Consolatio philosophiae: nunc fluens facit tempus, nunc stans facit aeternitatem. El ahora que pasa hace el tiempo; mientras que el ahora estable, el ahora que permanece, hace la eternidad. El tiempo es como el armario donde ordenadamente guardamos el pasado, -remata diciéndose Boecio.

El tiempo es la división convencional que nos inventamos a cada momento los humanos para no caer confundidos en el abismo de la eternidad. Y así tomamos como medida o referencia la rotación o traslación de la tierra alrededor del sol para hacernos una idea del tiempo. A nadie se le ocurriría decir que el tiempo es un producto generado por las manecillas de un reloj o que consiste en pasar una hoja del almanaque zaragozano cada mañana cuando llegamos a nuestro despacho. Si el tiempo es sólo el instante que poseemos, el futuro y el pasado no existen; y si ese instante fuese permanente, ¿sería eso la eternidad? La eternidad y el tiempo culturalmente se nos ha presentado como dos conceptos contrarios y excluyentes. Mientras que el tiempo es movimiento divisible y mensurable, la eternidad es algo estático, inexistente. Boecio no quiere perderse en la plenitud de la eternidad. No quiere dejar de saborear el zumo de limón que se toma nada más levantarse. La eternidad se le presenta como un vacío anónimo e inanimado en el que sus relaciones dejarían de ser personales. Como si en la infinitud de la trascendencia despareciera su conciencia individual, y tuviera así que renunciar a su singularidad identitaria. La eternidad le huele a muerte, al mármol frío de un sepulcro enjalbegado, a liturgia cristiana donde a los muertos se les desea descanso eterno. Para Boecio abogar por la eternidad sería un suicidio. Boecio no quiere desprenderse de su carcasa perecedera, aún incluso en favor de indumentarias transparentes, centelleantes, angelicales de luz y gloria. Quiere seguir viviendo con su pequeñas manías, sus amores caducos, sus berrinches familiares, sus bajones académicos.

Como en la casa de uno, en ningún sitio -le dijo el moribundo al cura que consolaba a su enfermo, diciéndole que pronto sería recibido en la Casa del Padre.

En La Vieja Sirena de Jose Luís Sampedro, la protagonista, sumergida en la inmortalidad de los mares, suplica a los dioses que le concedan el don de la mortalidad. La imperecedera sirena, una mañana contempla en la playa el regocijo de dos ardorosos amantes que gozan de amor junto a las arenas del mar. Siente envidia. La sirena, a pesar de las advertencias de Zeus de que todo lo que ha visto está lleno de limitaciones y sinsabores, insiste en que le sea concedido un corazón y un sexo.

¡Para los dioses la inmortalidad y la sabiduría! ¡A mí que me dejen tranquilo con mis quimeras! -dice para sí Boecio. Los pintores representan a los ángeles del cielo completamente asexuados y con cara de eunucos impotentes. No deseo un cielo donde la eternidad sustituya al deseo. Quiero disfrutar del amor de mi Rusticiana, como esta pareja de amantes interminables y deseosos, tumbados sobre el verde-vivo que cada mañana veo junto al transformador de la luz.

A Boecio le cargan los aniversarios, esa tonta rareza de querer detener, rescatar, repetir inútilmente el tiempo. Por eso esta mañana se engaña a sí mismo y al calendario de su biología programada, diciendo que se le olvidó que mañana es el día de su cumpleaños.

3 comentarios:

  1. A tí,Boecio, honores y musas por muchos lustros y achuchones otoñales a Rusticiana. Un placer, compañero.

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  2. Pues igualmente, felicidades, después de tan sesudas reflexiones sobre el tiempo y la eternidad, el aniversario da ocasión a la fiesta, encontrarse y saberse vivo. Y ya sabemos que porque el tiempo pasa nos vamos volviendo viejos y aunque el amor no lo reflejo como ayer, hacemos lo que podemos... ¿te suena, verdad? Así que date el gusto de un garbeo alegre por tu cumpleaños.

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