domingo, 6 de octubre de 2019

Boda extemporánea



¡Que noche, que brillo! todo luz, todo música, todo juventud -hubiera exclamado el poeta de haber venido a esta boda.

Boda lúdica, futurista, gótica, goyesca, rúgbica; pero sobre todo extemporánea. Llamadla como queráis, con los adjetivos más laudatorios, pantagruélicos, extradivarios, esteparios o licenciosos, como os de la gana. Es lo mismo. Para unos habrá sido rara, friki, viquinca o celta. Para otros, modernista, azul o blanca. Para mi fue apoteósica, ya no por su esplendor, exaltación y gloria, que a reventar mis ojos puso en sus cuencas sorprendidas, sino por el efecto interior. Dentro de mi se produjo un vuelco, una transformación, una metanoya que dirían los místicos.

Nada más traspasar el rústico y destartalado polígono industrial de la Serreta, absorbido, trasplantado fui a un verde oasis de palmeras esbeltas, inmortales, filosóficas. Era la hora dulce del atardecer. Con sus manos desplegadas las palmeras pintaban de grana el tálamo vespertino. El ocaso descorría su velo al misterio de una noche que se anunciaba preñada de abrazos y sorpresas.

Debido tal vez al extraño cambio del paisaje, creí que mi alma se había escapado de mi cuerpo. Tanta fue mi paranoia que no comprendía que, viviendo yo a dos pasos de aquí, jamás hubiese puesto mis pies en este idílico jardín de la estación. Esto no puede ser real -me dije.

A los invitados, casi todos conocidos, los vi como salidos de un sueño. Extrañamente vestidos con trajes fuera de la época, con atuendos variopintos. Los hombres con botas y capas, anchos cinturones de cuero con hebillas troqueladas, muñequeras con herrajes. Algunos armados con espadas y tridentes. Otros disfrazados de dragones y de lobos. Todos ellos, a pesar de su bizarría y bravura, llevaban dentro de si su niño más tierno. Las mujeres con altos tocados de seda, diademas de flores olorosas, vírgenes, recién cortadas, refajos y faldas largas, solemnes, bordadas de oro y encajes, con adornos y collares. Y en los cautivadores ojos de todas ellas la luna se reflejaba hermosa. Hasta yo mismo me ví a la usanza pastoril e ingenua con un zurrón cruzado al pecho en cuyo interior Octavio Paz colocara un día aquellos endecasílabos de acento alado y sublime:
Amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos
Mi primera reacción, repito, fue dudar de este ameno lugar, de la juventud de la noche misma, de la claridad de sus estrellas y de su sinfonía. Y esta duda, como a Descartes, me abrió la puerta del entendimiento y su belleza. El mundo entero con todas sus posibilidades múltiples y variadas se puso a mis pies. Las riquezas del ayer, las delicias del presente como las dádivas del mañana, todas ellas se dieron cita dentro de mi, en un solo punto donde todos los puntos coincidían. Todas las horas, los colores, las galaxias, las edades, niños, jóvenes y viejos, el paleolítico, la era digital y robótica, el siete, el ocho infinito el tres trinitario, el milenarismo, la tabla periódica, el cero sagrado, la eternidad sonada, la soledad sonora... todo lo creado, lo imaginario y lo imposible se dio cita al mismo tiempo en el tandem de mi vientre holístico.

Y a la par y al mismo tiempo, un joven barbudo y gallardo, epiga dorada, y una muchacha de cuerpo bien labrado, espontánea, natural, amapola entre los deslumbrados trigales, no cesaban de besarse a cada instante. Un oficiante con voz de hierro, vestido con piel de zorro. mandó traer los anillos. Delante del altar de la naciente noche cual testigo, el oficiante, chamán divino, los arengó en el juego del amor eterno. Los novios se juraron fidelidad hasta ganar o hasta morir. Las palmeras se doblegaron hasta acariciar con los dedos de sus palmas el corazón agitado y danzante de los contrayentes, fundidos de nuevo en un beso interminable.

Luego los desposados, escoltados en todo momento por un ejército compacto de jóvenes intrépidas, nos invitaron al resto a formar parte del desfile nupcial. Llegamos a una explanada diseñada a modo de pista de circo. Bajo la carpa del cielo, dos jóvenes acróbatas, trenzando sus cuerpos elásticos se afanaban artísticamente por coger el fruto plateado que colgaba de las ramas de los astros. Bellamente encaramados a la altura con sus cuerpos suaves, resbaladizos, fuertes y dulces trazaban elípticas, óvalos, órbitas y coordenadas para que planetas y satélites no erraran su rotar caótico en medio de un universo sideral y amorfo. Luego el fuego sagrado de los dioses se deshizo en estruendo, formando un círculo dionisiaco que nos acorraló gozosamente a todos.

Magia. Encanto. Alucinación. De pronto vi desvanecerse las orillas. Todos los límites y los extremos vi conjuntados en una sola línea, en un mismo plano, placenta de todos los planos de la geometría cuántica, física y corpórea. Un beso armisticio, paloma y pacto, alianza y sueño. Orden y caos. Cartagineses y romanos, atenienses y troyanos, izquierda y derecha, padres e hijos, amigos y enemigos, religión y apostasía, política y anarquía, bufones y santos... Yo ya no distinguía nada, pues todos los contrarios que antes consistencias daban a mis controvertidos días, desde ese momento fueron armonía plena. Las siete dominaciones, los siete mandamientos, los siete mares, los siete tronos de la tierra, los siete dedos de la semana se dieron la mano, hasta los siete pecados capitales fueron para mí santo y seña. Y vi sellada la guerra del Peloponeso, las guerras comerciales, el capital y el trabajo, lobos y corderos, ratones y gatos comiendo todos en el mismo plato. Y allá donde las siete lenguas, hasta ese instante eran confusión babélica, todos los latines, las germanías y galicismos, dialectos y barbarismos, todos se convirtieron en el esperanto unitario del mutuo conocimiento.

De pronto desaparecieron todos los preservativos de la mesita que antecedía al baño, y las siete heridas del canto del pájaro sonaron a nido sanación y eterna brisa.





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