jueves, 26 de septiembre de 2019

Predestinación






Una semana llevaba planeando aquel viaje, pero su permiso de conducir hacía más de un año que lo tenía caducado.

El nivel de humanidad almacenada es proporcional al grado de aceptación frustrada. Valerio Sánchez lleva a rastras un montón de caminos sembrados de ilusiones rotas. Su cara desencajada por el mortal accidente de tráfico refleja sabiduría, piedad y perdón, expresiones todas estas innatas en casi todos los que abandonan este mundo. Por fin este hombre logra entender que a veces es necesario renunciar a los sueños para encontrar la calma, el descanso.

Como aquel día que perdió el control, simplemente porque no encontraba las llaves del panteón donde debería ser enterrado su padre, esta vez también se sintió fuera de sí, descorazonado. Tan cabreado y sobrecogido se vio por sus llaves perdidas, por su carné caducado, por sus frutales apedreados por el granizo, por el aborto de su mujer en cinta, que a todos los que le rodeaban les amargó la siesta y la comida. Se olvidó del sol, de la luna, del día y de la noche. Y ahora, que se da cuenta que su permiso de conducir no le salvará la vida, vuelve a decirse, como en aquella ocasión que perdió las llaves de la ermita donde debía ser enterrado su padre:
¿Hasta qué punto la ausencia de mi viuda esposa, de mi hijo no nacido, la de mi padre muerto pueden afectarme más que la realidad que tuve y disfruté en su momento?
Aunque el señor Valerio hubiese tenido en regla su carné de conducir, su final y su principio, de antemano estaban predecidos. Es lo que los escolásticos llamaban predestinación. Vayamos donde vayamos, siempre la muerte será nuestra meta. Nunca el laurel creció en las tierras de este hombre. El morro de su clío con sus papeles en regla o no, se hubiese empotrado de todas maneras contra el alcornoque de la curva que quiebra la carretera que va al monasterio. E incluso de no haber sido así, el resultado hubiera sido el mismo. El determinismo está por encima de toda lógica, de las leyes de la física. No hay código ni contraseña alguna que pueda impedir la irrupción de esta entelequia inapelable. En asuntos vitales las causas no se corresponden con sus efectos. Ya puede uno plantar semillas de oro, para que luego crezca el cerriche y la grama a sus anchas por el huerto.

Todo un mes anduvo planeando sus anheladas vacaciones en aquella hospedería del convento. Allí daría Valerio la última lectura al libro cuyo borrador ya tenía casi acabado. Tan sólo le faltaba dar con el título adecuado.

Había colocado ya en el coche su bolsa de viaje. Dentro de su cartera guardaba el resguardo apalabrado por Internet de su estancia en el monasterio. El destino a veces se detiene a considerar qué derrotero seguir para que el trayecto resulte menos pesaroso a su cliente. Pero Valerio esquivó el destino, no atendió a su consejo, no quiso darse cuenta que su permiso de conducir no estaba en regla. Aún así, de haberlo sabido, hubiese emprendido su viaje a Silos. Más de un año había conducido con su carné caducado y no le había pasado nada. Pero el destino bien sabía que este hombre hiciera lo que hiciera, no tenía escapatoria. Lo mismo daba que su mujer lo encontrara muerto una mañana en la cama con su mirada fija ya en el otro lado, o que que un pastor de cabras lo descubriera descerebrado y ya cadáver junto aquel alcornoque a la orilla de aquella quebrada, tres kilómetros antes de llegar a Miranda del Ebro.

Las zapatillas de noche, el cepillo de dientes, la cuchilla de afeitar, el borrador de su libro, el pijama..., todo ya está bien colocado en la pequeña maleta. Sólo falta que suene el despertador. Son las seis de la mañana de un lunes finales de agosto.

El hombre, antes de subirse al coche ojea los papeles de la guantera: la ITV, el seguro de Maphpre, la ficha técnica del vehículo. Todo menos su carné de conducir.
¡Cómo es posible que un hombre como yo, tan calculador y dispuesto, tan milimetrado y previsor, no me percatara antes de esta simple anomalía administrativa! ¿Al garete mi aventura vacacional y escrituraria? ¡Ni hablar!
A nuestro protagonista le vinieron de pronto fuertes sentimientos de angustia y rabia. Al no conseguir sus deseos programados, siempre lo ocurría lo mismo, se subía por las paredes, se encabritaba como un niño; al igual que aquella vez que la comadrona le comunicó que su hijo había nacido muerto, o cuando perdió las llaves de la capilla donde debía depositar al padre que dentro de sí llevaba a cuesta sin poder enterrarlo. Su corazón desilusionado no le cabía en el pecho. Empezó a dar puñetazos contra la pequeña maleta de viaje junto a su asiento, como si ella fuese la responsable de no haber renovado a tiempo su permiso de conducir.

Valerio es hombre caprichoso y tozudo, poco resistente a envites, cambios de rumbo y de agenda. Todo lo que nos ocurre forma parte de nuestra esencia, almacenado está en el punto cero de nuestra existencia. Origen, trayecto y final soldados andan en el mismo punto. A Valerio, antes de su última bocanada, todo el continuo de su vida queda reducido a un segundo plano, capaz de reproducir los cuarenta y siete años de su existencia. En espacios muy reducidos de lugar y tiempo, el antes y el después, las causas y sus efectos, tan próximos están entre ellos que se hacen inconfundibles. Hasta para el destino son indiferentes las circunstancias que concurren en un hecho. Las diversas posibilidades y variantes que pudieran entrar en juego en un mismo desenlace o acontecimiento poco importan. En distancias infinitesimales hasta la vida y la muerte suelen resultar la misma cosa.

El destino y Valerio son iguales de cabezones y caprichosos. Da igual; el toro siempre acaba escabechado en la arena. Sólo cuando el hombre llega a esta conclusión consigue alcanzar su estabilidad emocional. Un mutis interminable se apodera de la escena.

Valerio Sánchez se abrocha el cinturón, agarra decidido el volante y coge la A1, la autovía de Burgos.

Si a Valerio, antes de morir atrapado entre el salpicadero y el motor de su coche, le hubieran dado a elegir entre su libro y la vida, no sabría decir por cual de las dos opciones se hubiese decantado.

Tan empeñado el hombre está por conseguir su sueño, permanecer unos días en el claustro escuchando las horas canónicas de los monjes, que se le da lo mismo no renovar su permiso de conducir. A Valerio le cuesta trabajo atender al mismo tiempo a su vida y a su muerte. Él bien sabe que no es bueno perder la perspectiva del relato en su conjunto donde las partes también son el todo.

No es más listo aquel que sabe satisfacer mejor su deseo. La ignorancia es a veces el mayor conocimiento. De haberse dado cuenta Valerio que su carné estaba caducado, ahora no estaría muerto a los pies del alcornoque que hay a la orilla de la carretera que va al Monasterio de Silos. Estaría vivito y coleando en una Gestoria de la calle santa Teresa, renovando su permiso de conducir.


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