miércoles, 4 de septiembre de 2019

La fragua de los Chirlaques



Hay ruidos que adormecen y no es que su intensidad se adapte a esas ondas betas del descanso (que no lo sé), esas arañas buenas, vistosas y melosas que con sus caricias nos abren las puertas del sueño. No es este mi caso. Padezco de acúfenos. Siempre la misma cantinela, el mismo tostón. Pero de tantos oírlos, mis antenas se cierran a su hiriente escucha; ya ni los siento. Me acostumbré a vivir con ellos.

De pequeño vivía yo dos casas antes de llegar a una fragua. El taller de los Chirlaques. Un padre y sus hijos, siempre liados con sus almainas y martillos sobre el yunque. Los golpes alternos, repetitivos, metálicos, entre la estridencia y su pausados ecos, me despertaban cada mañana, alimañas mordiendo mis nervios acústicos. Las chispas silbantes del hierro incandescente, abanicos de oro, se colaban, soles encandilados, por la puerta de mi casa. Los brazos esculpidos de los Chirlaques, fornidos jayanes, doblaban, fundían yerros, barrotes para ventanas, rejas para el arado, templaban el acero, afilaban estralas, hoces, corvillones y azuelas, en aquella Azulada rústica de los años cuarenta, del siglo pasado. ¡Por Dios, cómo pasa el tiempo!

Pero me acostumbré a la algarabía fragüera de la querida y sentida calle de mi niño. Estallidos en los oídos, que de tanto escucharlos, ya ni los oía. Dejaba pasar su incesante martilleo, sin retener de ellos apenas ni una micra de sus incendiarios decibelios. ¡Y cuánto los añoro ahora!

Y hoy, esta mañana, al disponerme a escuchar esperanzado las 300 medidas programáticas para negociar una posible investidura presidencial, aquel alboroto que brotaba de los aperos de labranza averiados sobre la rueda de molar, inundan de nuevo mis oídos.

Después de tantos años acumulados, reprimidos, aquellos férreos aullidos, unas veces, fuego amigo, y otras, cruzado, se oyen, aparecen de nuevo ahora por los repliegues de mi cerebro.

Por cierto esta misma mañana, hablando con una persona, he tenido la impresión de que no me escuchaba. Eso sí, me atendía, aunque creo que hipócritamente, como lo hacen las paredes cuando nos confesamos y nos damos coscorrones contra ellas para librarnos de nuestra rabia acumulada. Sus inclinaciones de cabeza, sólo un simulado gesto, claro indicio que mi interlocutor no es un receptor dispuesto. Me molesta que cuando hablo con alguien, éste haga como me escucha, pero yo veo en sus ojos que está hasta las narices de mi rollo empalagado. Y es que mis palabras, de tanto oídas, al otro no le saben a nada, provocan exactamente lo contrario. Si es que no es el momento, pues bien, que me lo diga a la cara con su boca de comer: ¿Por qué no te callas? Me tienes harto, ¡siempre con la misma cantinela!

Anoche, por ejemplo, tuve que acompañar a mis hijos a su habitación para que se durmieran. Por costumbre les cuento un cuento, o como en este caso, les puse una música suave para que las delicias del sopor mórfico hicieran de ellos pronto su presa. Cuando creí por fin haber logrado dormirles, bajé el volumen de la música. Pero los niños volvieron a arremolinarse.

Moraleja:
Hay ruidos que molestan, sin embargo no podemos desprendernos de ellos, aunque nos revienten las orejas.

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