jueves, 29 de agosto de 2019

La abuelita Isabel y Boris el rubio




El peso de la jornada escolar tocaba su fin. Algunos padres ya habían venido a recoger a sus hijos. En la última pedalada te relajas y caes malherido antes de cruzar la meta.

Mediando estaba la maestra en una disputa puntual sobre la apropiación violenta de un mismo juego que pertenecía a todos y que, según norma consensuada en el aula, debería ser solidariamente compartido. Ocupada en su labor disuasoria, la tutora con sus rocambolescos trucos mágicos, desplazando entuertos a planos más elevados, a cuartas dimensiones donde la pugna y el conflicto se desvanecen por el arte birlibirloque pedagógico, trataba de convencer a dos niños que se querellaban en aquel momento por un mismo deseo.

Por costumbre en esta clase no es necesario que los padres aguarden la salida ordenada de los niños. Los familiares tienen la libertad de entrar en el aula a buscar sus retoños. La abuelita de una linda criatura viene a recoger a su nieta. Esta vez ningún niño la guía o la lleva al rincón donde la niña debería estar entretenida vistiendo a sus muñecas. La abuela pregunta varias veces:
¿Dónde está mi adorada nietecita?
Tres niños como un trío mayestático de reyes sentados a la grupa de sus alazanes, la hermética tapadera de un rectangular juguetero de madera, reciamente con voz impostada al unísono contestan:
¡Aquí la tenemos, abuela, encerrada, en el laberinto del Minotauro!
Ágilmente la abuelita, cual campeona nacional de kárate, se deshace a empujones de los niños y rescata a su nieta que allí andaba cómplice y alegre participando en tal simulacro junto a sus inocentes secuestradores.

La abuela protesta. Para que se oigan sus alaridos más allá de los confines del reino, colérica deja caer la tapa del cajón-juguetero con todas sus fuerzas varias veces. Los golpetazos, salvas reales, llegan a los oídos de la maestra que solícita acude al lugar de los hechos. Lo único que le queda por hacer a la señorita, (no sé por qué la llaman así los niños, por mucho que ella les tiene dicho que se dirijan a ella por su verdadero nombre), es asumir con dignidad su grado de responsabilidad en la peripecia ideada por sus alumnos. Sin decir palabra, ya eran sobradas las voces de la abuela de la niña, la maestra se limita a pasar su mano con ternura sobre la delicada mejilla de la niña, orgullosa de ser centro de todas las miradas.
¡Pobre hija mía, para haberse asfixiado! –continúa lamentándose la abuela como si ella misma fuera el minotauro encadenado en el torreón de sus propios miedos y torturas.
A los tres reyes maléficos, secuestradores pies les faltaron. Sin necesidad de caballos voladores, en un periquete vinieron a refugiarse en el último confín del reino para librarse de los estruendos de una abuela enfurecida y que además no se enteraba de qué iba la cosa.

El encanto de la escena (peligrosidades aparte) se desvaneció al instante. El desenlace del dulce beso de un trío azul de niños, que libera a su buena amiga de la cueva donde estaba encerrada, no tuvo feliz cumplimiento. La tensión se acrecentó. El silencio del resto de los niños de la clase se estableció por introeyectado decreto asumido. La riña por la posesión individualizada de aquel balancín, que debía ser compartido, cesó también por ensalmo. La misma maestra se asustaría de las imprevisibles y peligrosas consecuencias de una bonita escenificación llevada a cabo por un grupo de alumnos en una tarde soleada.

Nota Bene:
Juzguen ustedes. La abuelita denunció lo ocurrido al Consejo Gerencial de la Educación Reglada. La escuela en cuestión fue cerrada a cal y canto. La reina Isabel para evitar posibles desgracias mandó clausurar todos aquellos espacios del país para que discusiones y situaciones como aquellas no volvieran a repetirse. Dictaduros tiempos se avecinan.

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