sábado, 24 de agosto de 2019

En el mar de tus ojos ansiosos y transparentes






Qué tendré yo en la mirada para que todo el mundo que conmigo se tropieza me pregunte, como ayer lo hizo mi nieta:
Abuelo, ¿tú crees en Dios?
Recuerdo que una vez lo mismo me preguntó mi hermano, o el cura aquel amigo de mi madre, y hasta la callada estatua de Azorín, al pasear yo mi juventud desolada por el parque de Azulada, donde el busto de Martínez Ruiz lloraba purines de golondrinas, me dijera un día:
¿Acaso, muchacho, sabes tú si tras la noche lucirá el sol, mañana?
Todos al ver mi ceño atrapado en la verja cartesiana de mis pensamientos, me llaman la atención para que mis dudas no me hagan caer de bruces contra la certeza irremediable. Más allá de los montes que me rodean no crece el trigo ni las amapolas.

Al resto de mis cuestionadores curiosos acerca de mis creencias no tuve reparo alguno en no contestarles. O en todo caso, si me pillaban de buenas, les respondía simplemente:
Las manzanas de oro de las Hespérides sólo es un mito. Heracles ni mató al dragón, ni árbol alguno de la Sabiduría encontró en su peregrinar por los cuatro puntos cardinales extraviados y emboriados por los incendios del Amazonas.
Pero ayer noche, cuando antes de irme a dormir, mi nieta con sus tiernas ganas de saber, me preguntó por mi fe, no pude obviar su pregunta. No es honrado mentir a una zagala que a sus catorce años se abre confiada como una flor al amanecer, como un perro fiel a los cuidados de su amo. Y para no mentirle, pero tampoco adiestrarla en verdades que no sé si son ciertas, me limité a exponerle brevemente las tres etapas de mi espiritual experiencia vital:
En los primeros años de mi vida, sinceramente tengo que decirte que sí, que creí en Dios con todas mis fuerzas. Creí mientras tuve padre y madre y veía a los pájaros hacer sus nidos en las moreras que daban a la puerta de nuestra casa. Creía cuando oía las campanas de mi pueblo tocar a muerto o a gloria. Creí mientras jugaba al escondite con mis amigos en aquellas tardes eternas, cuando mi abuela me daba de merendar pan, vino y azúcar, cuando con mi padre íbamos el día de san Marcos al campico de la libertad a echar a volar la birlocha.
Luego, más tarde, cuando me alejé de mis raíces y me adentré por los bosques interminables de la ciencia gaya, cuando la tierra en lugar de producir coles, tomates y berenjenas era cavada por mercenarios para plantar trincheras y fronteras, comprobé que Dios era un buen invento para acallar y justificar ignorancia, conciencias, enfrentamientos y miedos, para poner cara y nombre a fantasmas y demás fieras que nos asaltaban injustamente. El Dios de mis años infantiles fue sustituido por la razón. Dejé por tanto aparcadas mis creencias.
Y es, -continué diciéndole a mi nieta-, en esta última fase de mi vida, que no ceso de interpelarme a mí mismo con la misma pregunta que tú me haces ahora. Y sin saber a ciencia cierta si creo o no, te digo de buena fe que Dios, si existe, está en el mar de tus ojos ansiosos y transparentes, en tu pregunta, en el campo fértil de tus esperanzas y sueños, en la pureza del amor que a punto está de sorprenderte y tocarte de lleno tu corazón repleto de margaritas.


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