martes, 30 de julio de 2019

Más ganas que motivos







Dejé mi mente unos días en barbecho. En tales situaciones extremas y revueltas, la dilación es lo apropiado. Esperé que se me pasara el cabreo, después de ver truncada mi ilusión por un gobierno claramente de izquierdas. Me resigné a que las aguas de nuevo volvieran a su cauce, a la agenda del no hay nada que hacer, al sendero de la desesperanza, a la ruta de la indiferencia, o al me da lo mismo que mande Fernando como la reina de su mujer. Me fui de vacaciones como si nada hubiese ocurrido.

No quise que el tumulto, el frenesí, la inmediatez de los acontecimientos vividos en torno a la última investidura perturbaran mi razón. Además, con tanta réplica, contra réplica, ofertas, subasta, filtraciones y plumeros tendenciosos, todo aquello olía a chamusquina. El ambiente andaba intoxicado. Tanto pacto y reparto, ¿acaso no era un puro teatro? Troyanos por una parte argumentaban su veteranía como prueba de carga, 140 años de honradez. Tirios por otro lado, aludían a su pujante bisoñez como garantía exenta de actos fallidos.

Repito, eran grandes mis expectativas en un futuro gobierno unitario de izquierdas. Pero todo se vino al traste. Mi disgusto e indignación se redoblaron. Suspiros que de mi salieron, al campo se fueron volando, vinieron a desaparecer donde estaba mi amor soñado. ¿Quién me mandaría a mí apostar por aquel alazán, si nunca acabó ganando?

No entré, no era quien, ni las tenía todas conmigo para echar culpas a unos y a otros. Si uno no quiere, dos no se pelean. Pero tenía la impresión que su disputa acerca de las verdaderas razones, no eran los sillones, tampoco el programa. Algo en ellos yo notaba, como un sustento tácito que los enardecía, como chutados de la rabiosa adrenalina insustancial y trilera, propia de aquellos sofistas de la antigua Grecia, manipuladores del lenguaje, que lo mismo convencían de la verdad o falsedad de un determinado tema ante su deslumbrada audiencia con unos ilustrados sofismas vacíos de significación alguna. Ambos parecían revestidos de un infra-yo callado que se alimentaba más de la mutua animadversión y ganas, que de las verdaderas razones y motivos puestas a sopesar en un tira y afloja propio de una negociación entre partidos.

Lo único que tenía claro es que mi cabreo estaba más que fundamentado. No sólo el mío, sino además, el de la historia. Mi hartazón tocó techo, y di con mis sesos contra el travesaño de la sensatez y la cordura. Pasé de la inhibición y el no pensar, a la acción de la velocidad antigravitatoria del espacio y el tiempo. Me amotiné contra el destino. Me coloqué el chándal y mis mejores zapatillas. Me puse a correr como un loco. Caminé años y siglos. Deshice profecías, destrocé utopías y distopías…, hasta que llegué a la misma montaña donde detenido estaba el futuro. Me coloqué justo delante del destino, y antes de formular la pregunta que para él traía preparada, fue él quien se encaró conmigo:
Desaprovechasteis una oportunidad histórica que ya estaba escrita y firmada por los dioses de la Única Memoria Posible y Verdadera, No tenéis perdón.
No supe que responder. Me hubiese gustado hacerlo como aquel escritor al que un día le preguntaron cuál era su época histórica. El entrevistado sin más respondió: El Mañana.

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