martes, 16 de julio de 2019

La regleta wifi



Somos así de tontos, de flojos y de sensibles.

Le había dicho que se pasara por el kiosco, que me trajera el periódico y un par de pilas para el mando de la tele.

Los cacharros de la cocina estaban amontonados en el fregadero, resecos de las sobras de la cena. Yo necesitaba el coche sin falta. A las doce de la mañana tenía una entrevista en el Edison Hotel con una casa de publicidad para promocionar mi último trabajo, el sueño de casi toda una vida de estudios y comprobaciones. Ya eran casi las doce. Ella aún no había vuelto. Para no encabritarme más, me puse con el friegue, barrí un poco la casa. Se pasó una hora. Seguía sin aparecer. Yo tenía pensado sacar al mercado mi invento antes del día de todos los santos. Pero a este paso, ¡imposible!

Peligraba la regleta sin cables. El mundo entero se vería privado de las ventajas de tener en casa la famosa regleta inteligente. El odiado manojo de hilos, de enchufes, ladrones y alargadores pasaría a la historia como una pesadilla de la anticuada electricidad enredadora y cableada. Dirigir desde un solo dispositivo invisible, canalizar a cada rincón de la casa la energía necesaria para encender o apagar cualquier electrodoméstico, el aire acondicionado, el equipo de música, etc. estaba en peligro. Todo el esfuerzo de mis diez últimos años, echado a perder. La competencia es cruel. De no estar allí, en la sala Prince del hotel Edisson, de nada serviría mi experimento. Faltaba tan sólo un cuarto de hora para la entrevista que daría por fin salida al lanzamiento de mi patente inventada. Se pasó el cuarto de hora, la hora, las dos horas... Tiempo tuve para encerar, sacar brillo a todos los muebles del salón, juntear de blanco los azulejos del baño...

Dieron las ocho de la tarde. Ella al fin apareció por la puerta. Me miró como me mira el alba serena al amanecer, como me mira acogedor el nogal de mi huerto, me miró como me miran los ojos del puente cada vez que lo atravieso para ir a la Universidad donde imparto clases de ingeniería electrónica.

Me besó de tal manera que tocó su lengua con la mía. Mis labios tensos se ablandaron. Y me olvidé por completo de mi invento, de la regleta sin hilos, de mi cableado cabreo por su tardanza. Mis aletas wifi se pusieron en movimiento. Me apreté contra su seno. Mi cuerpo se ciñó al suyo como una lapa.

Soy así de imbécil. De nuevo desarmado, derrumbado por la ternura salvaje de la lubricidad inalámbrica de mi corazón apasionado, de la imanterapia de su mirada cómplice y abrasadora.

Entre tantos y tantos hombres del planeta me ha tocado a mí precisamente ser ese ingenuo gilipollas capaz de ser seducido por tan solo un beso, ese beso relámpago de un ocaso que dura apenas unos minutos.

Y tú, amigo, ¿si te dieran a elegir entre la dulzura del abrazo de una mujer, y toda una vida por sacar adelante tu sueño más deseado, promocionar una regleta sin hilos, o por ejemplo, te dieran la Tierra Prometida, dime, con qué te quedarías?

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