jueves, 18 de julio de 2019

El tiempo metafísico







Tercer viernes de julio. Me deprime comer solo. Invito a cenar a Marijó, una vieja amiga de la universidad. Soy un desastre para la cocina. No paso del arroz a la cubana o de los huevos con patatas fritas. Pongo en el microondas el conejo frito con tomate y pimientos que guardo en el congelador para situaciones como la de esta tarde.

Apuramos hasta la última gota del Jumilla que Marijó se digna traer para celebrar nuestro reencuentro. Charlamos del tiempo. A mí me gustaría hablar de otra cosa. A ella supongo que también. Ambos seguimos siendo tan tímidos como en nuestros años de estudiantes. A mí se me desata la lengua. A mi amiga se le abren las entendederas. Tal vez su vino haya sido elaborado a base de aporías, corolarios y demás cepas que el mismísimo Platón cultivara allá en sus plantaciones de la vieja Grecia.

Nos enzarzamos como parras del Peloponeso entre argumentos, refutaciones y silogismos. Rehusamos hablar de lo que realmente nos interesa. ¡Increíble a estas alturas de la cena hablar del tiempo!, aunque en este caso se trate, no del tiempo climático, del tremendo calor que hace, o de si va a llover mañana, sino del tiempo metafísico como regulador del caos. Conversamos del tiempo como base de nuestra inestabilidad, confusión y pérdida. El tiempo, desde su punto de vista tapadera, sólo es pretexto para los que no tienen nada que decirse. Nosotros en cambio, después de tanto tiempo sin vernos, tenemos necesidad de abrirnos el uno al otro. Aun así, no paramos de hablar del tiempo, pero en su vertiente más platónica, circular, interminable y copernicana. En esta noche calurosa de julio, la filosofía refresca los conductos ardientes de nuestros cerebros.

Sin saber quién reprime más sus sentimientos, ambos opinamos como si en ello nos fuera la vida. No es que nos mintamos, es que nos escondemos detrás de nuestras sabias palabras:
El tiempo es como el aire o como el sol. Unos lo toman. Otros, lo esquivan, lo malgastan. A unos les cae de lleno. A otros, de lado. Unos se encandilan ante su incandescencia. Otros se asustan o se cobijan bajo su sombra. El tiempo, la medida organizada de nuestra geometría inconsciente, desestructurada. El tiempo nos enclava, nos enraíza en el ahora. De vencer, de traspasar el tiempo, o seríamos inmortales, o tal vez ni existiríamos.
Mi amiga parpadea agitadamente. Sus ojos aletean. Noto como si el latir prisionero de su corazón se escapara por el brillo azul de su mirada. Ella sigue hablándome del tiempo, esa imagen móvil de la eternidad a decir de un Platón cósmico, visionario y sensible. La interrumpo:
Siempre, Marijó, me aterró la eternidad con sus tentáculos infinitos, devoradores. Prefiero este tiempo temporal que nos unce como a dos bueyes en su camino hacia el mercado.
Ella añade:
Cada vez que me enamoro, me muestro tan filosófica que espanto a mis amantes. Permíteme, Blao, la metáfora: el tiempo, es la medida, el soporte, el dulce tálamo para mi alma errante y aterrorizada. Este instante tan querido como presto a volatizarse es tan sólo una emanación de la gran pasión que llevo dentro.
Eludo su indirecta. Luego, al hilo de esta idea fugaz, volcánica, abrasadora, apocalíptica y poética del tiempo, Marijó me cuenta la siguiente anécdota, de la cual ella fue protagonista, aquel día que unos atracadores, pistola en mano, asaltaran el banco donde ella trabajaba:
Estaba yo como rehén en las oficinas del Sabadell. Unos cacos habían atracado la sucursal de la Avenida Gutiérrez Mellado. A un cliente y a mí nos introdujeron en uno de los trasteros del sótano de las oficinas. Al resto los maniataron bocabajo delante de los mostradores. Oímos unos disparos. Yo estaba muerta de miedo. Al señor que conmigo retuvieron en aquel calabozo improvisado, de pronto se le ocurrió decirme muy acaramelado:
Perdone, señorita, dado, que de un momento a otro los ladrones van a acabar también con nosotros de un tiro en la cabeza, ¿por qué no aprovechamos el poco tiempo del que disponemos y nos despedimos de este mundo echando un buen polvo?

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