viernes, 5 de julio de 2019

Flores de tinta azul y blanca



Recibo un texto por correo. El escrito no lleva título ni encabezamiento, tampoco firma de autor alguno. Sólo una advertencia: Su lectura te extrañará, no te dejará impasible.

Esta escueta observación es reclamo y acicate para sumergirme de inmediato en las aguas seductoras de lo que al parecer resulta ser una ficción biográfica, escrita por alguien que sabe acerca de mí y mis amigos, más que yo mismo. Conforme voy leyendo me encuentro con lugares y acontecimientos que me resultan muy íntimos. Me sorprendo de que cosas así puedan reproducirse en un manuscrito. Yo ya había oído hablar del poder de la palabra, pero no de la fuerza procreadora del pasado. Y al verme así, convertido en leyenda, me siento, no sé si intimidado, cosificado, descubierto o halagado, como si yo fuese una inmortal reliquia deificada, o un objeto erótico escudriñado por un atento y cuidadoso voyeur escriturario.

En el relato, retrospectivamente instalado me veo en aquella España nuestra que cantara Cecilia, o aquella otra España negra que pintara Gutiérrez-Solana, o la de Gil de Biedma, la España más triste de todas las historias. Pero, a pesar de los demonios cainitas, persecución y penurias, inquisición y cruzada, propios de aquellos tiempos convulsos (hace ya más de cuarenta años), la sensualidad que rezuma su lectura amaina la dureza de aquellos días. Lo que leo me sabe a fruta crujiente y fresca, bocado con sabor a dulce nostalgia, capaz de rescatar de las cenizas del ayer el precioso tesoro de una rebelde juventud perdida, carne creciente, sonrosada y presta. Tanto me parezco en este texto a mí mismo que dudo de ser yo a quien allí se alude.

Trato de poner nombre real a las supuestas personas, pormenores y anécdotas que aparecen en el relato que recibo. Intento poner cara a Elvira, a Ramón, a Fulgencio, así como al narrador de esta historia. Todos ellos me resultan cercanos, en ellos me veo reflejado, hasta el punto de confundirme con cada uno. No hay mejor libro que leer, ni filme para ver, que aquel en el que nos vemos reconocidos, identificados. Recuerdo una vez, durante la representación de una determinada obra de teatro, un espectador se sintió fuertemente conmovido con una escena; en medio de la sala se levantó y se puso a gritar sin parar como un poseso: ¡Ese soy yo, ese soy yo...!

Tras una juventud infausta, errante y solitaria en Francia, huyendo de la justicia por matar al guardián de un campo de concentración, un individuo regresa a España. Consigue trabajo en una empresa; pero pronto será despedido por arengar a sus compañeros en contra de la patronal. Luego este hombre aparecerá en Murcia ciudad abierta, acogedora y luminosa. Una vez en nuestra tierra, forma parte del aparato de Agitación y Propaganda de un sindicato clandestino. Se enamora de su camarada de célula, una muchacha, con una funesta infancia sobre sus espaldas. Junto a ella el protagonista de esta historia se siente hombre y vuelve a confiar en el ser humano, logra salir del hastío en el que sumido estaba. Después esta pareja tejerá la trama del texto a lomos de una frenética moto montada por sus cuerpos apretados en una sola carne, repartiendo octavillas de emancipación, flores blancas y azules contra la dictadura franquista por fábricas y avenidas. Viene luego la etapa de consolidar en Cartagena el sindicato, las peripecias por salvaguardar los aperos del aparato de propaganda, la vietnamita, la máquina de escribir, el retraso de su casamiento debido a los avatares de la muerte de Franco, el enamoramiento a la vez de Ramón, el otro integrante del grupo. Una muchacha de ojos verdes y rasgos romaníes que vende pescaito de roca en una caja de madera por los aledaños del casco viejo le ha robado el alma a su amigo, compañero de piso, ideales y batallas. Y como trasfondo, a lo largo de toda la lectura, escucho con delirio los aires aflamencados del cante de una cartagenera, lindamente interpretada por Finita Imperio que purifica los antros tabernarios de las callejuelas del puerto.

En resumen, una historia que, según algunos, tal vez se parezca a muchas otras ya escritas. Pero para mí, ésta es singular y única. Un espejo en el que me veo a mi mismo en el rostro de los demás. Sé que no soy yo. Y esta es mi extrañeza y a la vez admiración: volver de nuevo a vivir la revolución de los jóvenes de la que hablara Wilhelm Reich.

En la antigua Grecia los actores de teatro, para no ser reconocidos por el público cubrían su faz con una máscara. No en vano la palabra persona en griego significa lo que llevamos puesto delante de lo que somos. Pero en el caso de este texto que recibo y que comento, cuando yo salgo a escena, lo que hay detrás de la máscara, no es mi rostro. Yo soy la máscara. Tantas y tantas han sido mis actuaciones a lo largo de los años que, a estas alturas de la película, ando confundido sin saber aún en realidad quien soy o a quién represento.



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