domingo, 23 de junio de 2019

Noche de san Juan



 La siguiente historia la recuerda el hijo después de cuarenta años, allá por la década de los ochenta del siglo pasado, cuando con sus padres celebraba la noche de san Juan, junto a una queimada para ahuyentar los futuros maleficios que pudieran sobrevenir a la familia. La memoria es incombustible, al margen del tiempo, permanece incólume, indestructible. 

Noche de verano. En la puerta de casa el padre, la madre y el hijo, contemplan un cielo salpicado de estrellas.
¿Qué estrella te gusta más? -pregunta el padre al hijo.
¡Las fugaces!
Interviene ahora la madre:
Pero, hijo, ¿no ves que esas estrellas aparecen de tarde en tarde, se desvanecen al instante? Tan sólo las vemos un segundo.
Sí, pero precisamente la brevedad de su resplandor es lo que más me fascina.
El padre insiste:
Hijo, mira hacia arriba, a la cima de esa morera, y verás como las estrellas fijas, las que no se mueven, se cuelan por sus hojas, son lámparas permanentes que rayan de resplandor ardiente el porche y sus alrededores, el sendero, el aljibe y la caseta del perro y, hasta encienden de luces el trastero oscuro del corral donde guardas tus secretos. Las estrellas fugaces en cambio corren tan rápidas, son sólo un fogonazo. Si te he visto, no me acuerdo. La velocidad puede que sea buena para llegar pronto a un sitio, si es que el lugar hacia donde nos dirigimos es digno de ser alcanzado. Como bien dice tu madre, la belleza es efímera y, de tan veloz, pasajera.
A la luna le falta muy poco para sorprender al muchacho por los montes de la derecha del río. La madre ha preparado una queimada. Una corteza de limón, azúcar y unos granos de café. El padre lleva en la cabeza una corona de ajos. La madre, a su lado, sostiene una escoba con el mocho hacia arriba. El padre vierte el orujo dentro de la olla de barro, la madre le prende fuego. Con el cazo remueve bien toda la mezcla. Las llamas que salen de la olla encienden luminosas la cara sorprendida del hijo.

Con voz engolada el padre levanta sus ojos en blanco y, cual reverendísimo chamán, salmodia palabras ininteligibles:
Mataiotes mataiotetos kai panta mataiotes. Búhos y sapos. Brujas y gatos. Burros alados. Lagartos y almas con cadenas…
El hijo no sabe de conjuros. No entiende de citas ni latinajos. Cada vez que el padre alza el cazo hacia lo alto, un fuego azul con mechas blancas y amarillas se desprende para diluirse en la oscuridad de la noche. El hijo alucina.
Sucesos fugaces, por su fascinación y belleza – remata el padre- no pueden perpetuarse infinitamente. 
Ya, pero ¿qué importa? – responde el hijo. Soy joven, papá, puedo esperar toda la vida. El tiempo no cuenta si lo que está por venir merece la pena.


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