sábado, 29 de junio de 2019

El Incunable Secreto





Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido, lo imaginé inviolado, perfecto en la cumbre secreta de una montaña…, lo imaginé infinito... un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir…
(El jardín de senderos que se bifurcan. Jorge Luís Borges)

Al igual que el gusano de seda se encierra en su capullo para tejer lo que luego será la mariposa, aquella mañana yo también me enclaustré a la sombra de una treintena de cipreses tristes, en el Rincón de la Tranquilidad Solitaria, que cae justo en medio del Partior de las 25 tahúllas, para escribir El Incunable Secreto. Renuncié, cual el Beatus ille de Horacio, a los negocios, a la guerra y a las palabras vanas. Quería escribir el libro de todos los libros, un gran libro infinito, circular de lomo continuo, en cuyo interior estuvieran las respuestas a todas las dudas, posibles y no posibles que el ser humano puede llegar a cuestionarse a lo largo de todo el espacio y el tiempo habido y por haber. Cada una de las citas, de las frases y referencias de este Manuscrito serían como la cuerda que el espeleólogo necesita para salir de la caverna donde se encuentra encerrado, ese laberinto en el que andamos todos perdidos.

En ese libro como en El jardín de los senderos que se bifurcan de Borges estarían las direcciones, los wasaps, los emails y todos los localizadores infinitesimales del universo. Todos ellos, allí entrecomillados, dendritas interconectadas, una salida llevaría a la siguiente, la siguiente a la otra, y así hasta llegar a la Omega Final del trayecto, esa serie de planos superpuestos que se entrecruzan en un solo punto, seno, coseno y matriz de toda la geometría cósmica.

Tan enredado me hallaba por los renglones paralelos que yo mismo labraba, que me sentía peregrino simultáneo de múltiples caminos. Y cuando veía, de vez en cuando, (pocas veces), la luz de la inspiración entrar por el agujero de mi página en blanco, surco yermo de mis sudorosas peonadas, esa misma luz es la que me hacía ver con mayor claridad mi extravío e ignorancia. Bilocado me sentía, como un santo, aquí y allá, en una parte del planeta y, a la vez, en sus antípodas, cual aquella monja abogada de Franco, que lo mismo aconsejaba al General firmar una pena de muerte en el Pardo, que repartía cartones de leche a los damnificados del último tsunami desatado allá por el Océano Pacífico.

Y hasta llegué a tener mala conciencia: la de haber podido matar a mi madre para así cobrar su pensión, subirme el sueldo de regidor por encima de mis posibilidades o birlar a mi hermano su parte alícuota del patrimonio nacional. Luego el tribunal descartó estos hechos, los redujo a una mera suposición de mi mente atribulada. Pero ya nada fue igual. La sola posibilidad de ser yo un matricida, un defraudador del fisco o un obcecado cainita me volvió loco. Desde el momento que por la escritura me daba cuenta de que podía estar aquí o allá, ser este o aquel, un héroe o un villano, mi personalidad se diluyó en la confusión indistinta de las esencias infinitas. Y fue entonces cuando me convencí que el azar es mi destino. O lo que es lo mismo, que conmigo no va el principio de la navaja de Ockham. Y me dije a mí mismo:
Suponte, amigo, que en tu haber tienes las cuarenta cartas de la baraja española. En tus manos están todas las posibilidades de perder cualquier partida. ¿Es o no un seísmo? -que diría Matías Prats. Que una serie de combinaciones alfabetarias y caprichosas, cual Política de Pactos en manos de los dioses, me convirtiera en víctima y verdugo, guardián y prisionero, fiscal y defensor de mi propia madre no tenía ningún sentido.
Al cabo de veinte años de estar allí sentado a la sombra de los cipreses tristes intentando escribir el Incunable Secreto, me levanté pues del banco del Rincón de la Tranquilidad Solitaria y tiré al brazal los naipes, el Laberinto de Borges, el libro que yo llevaba a medio. Al ver que eran infinitas y, por lo tanto, interminables las babélicas carambolas de las letras que yo iba plasmando en aquel viejo borrador, me vine abajo, me desilusioné. Así era imposible dar por terminado proyecto escriturario alguno.

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