Riego yo mis tomates, alimento el peral, el melocotonero y los cuatro naranjos que tengo con estas mismas aguas que le han costado la vida a la vecina que esta mañana ha aparecido muerta por los parajes de la Fuente Arriba. El mismo sol que abrillantaba y embellecía los pechos de esta mujer, es el que a mí me irritaba y, a la más mínima, sembraba de sarpullidos escamosos mi entendimiento escabroso. Apolo no es justo con este reparto desparejo de sus rayos…
Iba yo a ver si pasaba el agua para darle el último riego a las patatas antes de arrancarlas, para que el gusano del alambre no acabara con ellas. No sé por qué, pero los curiosos que aquí estamos, todos somos de la misma opinión. Se trata de un suicidio. El gesto melancólico, la soledad reflejada en sus andares taciturnos, sus paseos a deshoras por los carriles tristes del atardecer, su semblante siempre cabizbajo por la altanería nacionalista de los cipreses engalanados, siempre despreciada por nuestro silencio distante, receloso y xenófobo… No hay duda, a esta mujer le sobraban razones para quitarse de en medio. Tenía miedo de caer enferma. Miedo de nuestra indiferencia. Miedo de su miedo endógeno. Miedo de su vejez acelerada.
Alguien a mi lado comenta: tenía cáncer de colon. Y no tenía a nadie que la defendiera. Para ella la vida carecía de sentido. Ha buscado en su muerte voluntaria el sentido supremo de la vida. O tal vez tan sólo esta mítica señora quiera llamar la atención, interpelar nuestra conciencia cómplice, ensimismada e insolidaria, frente al pangeismo imparable de la evolución.
No hay comentarios:
Publicar un comentario