sábado, 20 de abril de 2019

Mamporro puñetero






Un grupo de amigos, metidos ya en la terminal de la treintena, decidimos aquella noche pasar unas horas en aquella tasca que un grupo de jóvenes, maestros sin trabajo, acababan de poner en marcha. El pub en cuestión se llamaba La cigarra. Tan abarrotado de gente estaba que la entrada se hacía imposible. Tres o cuatro músicos un poco empinados hacían virguerías con sus ruidos y arpegios sobre una tarima engalanada de farolillos de colores. La mayoría de los presentes sacudía sus esqueletos como chirimbolos eléctricos. Nada más entrar, sin conocer a nadie, tuve la impresión de ser íntimo de todos ellos. Labios femeninos, miradas de hombres jóvenes se clavaron en nosotros, acogiéndonos con alegría. Con todo, yo intuí que nos habíamos equivocado de garito. Con el riesgo de ser tildados de auténticos carrozas por la concurrencia juvenil, caliente y desenvuelta, nos abrimos paso como pudimos. Nos situamos al fondo, en una mesa recién desocupada. Evité hacer cualquier juicio acerca de situación tan equívoca, al menos para mí. No hice ningún comentario al respecto para no ser tildado de rancio, un trasnochado que perdiera su juventud en una apuesta sin sentido. A veces tengo la sensación de ser una lavadora con algún defecto de fabricación, un burro en un garaje o un galáctico desubicado. Lo que sí sentí fue una cierta seguridad en aquel bullicioso anonimato. Cualquier extravagancia que alguien cometiera en aquel antro, hubiese quedado en nada. Hubiese sido absuelto por la indulgencia de todo aquel gentío que automáticamente hubiese eximido a ese alguien de responsabilidad alguna. Todos estábamos en aquel mismo saco despersonalizado y empático. En una de las ocasiones, me acerqué a la barra en busca de un cubata. Me vi fuertemente amenazado por un mandanguero alucinado que dormitaba contra el respaldo del mostrador y al que, sin darme cuenta quizá con algunos de mis movimientos, lo desperté de su etílico letargo. En ese mismo instante, sin haber correlación aparente con lo que me sucedía, me acordé de aquel otro incidente que me sucediera en la fábrica de Galindo en Alcantarilla, en uno de mis primeros trabajos como peón de carga.

Veinte años tendría yo entonces. Un poco tarde pisé yo la realidad del mundo laboral, si la comparo con la de mi padre o con la de mis hermanos. Esta fábrica, la más grande de Alcantarilla, estaba junto al paso nivel. Se dedicaba a hacer envases de madrera para la fruta de exportación. Más tarde, esta empresa acabaría siendo un solar del que, de la noche a la mañana, nacieron como pepinos hermosos edificios en hilera.

En mi primer día de trabajo acudí a esta fábrica, pletórico de mística y exaltación. Por fin tenía ante mí la oportunidad más ansiada, poder vivir mi compromiso obrero, ser uña y carne en su propia metamorfosis con el proletariado, fundirme como crisálida con esta gente marginada para, luego, todos juntos, emanciparnos y echar a volar como libres mariposas en primavera.

Mi alegría y satisfacción al ir al trabajo aquel lunes no se correspondía con las caras largas y amargadas de los que pronto iban a ser mis mejores amigos. Todo el mundo, taciturno y con desgana, entraba en el trabajo abstraído cada cual con su particular pena inconsciente, venderse como mantequilla por espacio de unas horas. Yo ajeno en aquel tiempo a estas amargas sensaciones, pasé los umbrales de la puerta de la fábrica muy optimista y campechano. Era casi el alba. Unos cuantos trabajadores se encontraban ya sudando como mulas arrieras en lo alto de un camión descargando pesados troncos recién venidos de los montes de Hellín para llevarlos al torno. Muy educadamente y no pudiendo contener por más tiempo dentro de mí el raudal de entusiasmo que albergaba, saludé en voz alta a los compañeros que todavía conocía: ¡Buenos días!, -les dije. Tú a mí, señoritingo del pijo, me vas a tocar los cojones, -me respondió el Perete. Desde entonces supe que no es lo mismo predicar que dar trigo; por lo que me propuse desterrar posturas paterno-redentoristas que lo único que hacen es humillar o, en su caso, abrir aún más la llaga de quien ha sido herido injustamente.

Y cuando el muchacho aquel del bar de La cigarra me sacudió aquel mamporro puñetero, me vino a la memoria, sin saber por qué, mi primer día jornalero en la fábrica Galindo de Alcantarilla.

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