martes, 12 de marzo de 2019

No quiero a nadie






No quiero a nadie en el mundo, palabras éstas dichas por el Gato, cargadas de odio desgarraron el sagrado tímpano de mi educación atocinada. Una cincuentena de padres y madres reunidos en asamblea debatíamos aquella noche de un octubre templado de 1980 el Proyecto Educativo. La temperatura era agradable. Aun estando ya en otoño, parecía primavera. Las ventanas abiertas. Mientras los asistentes hablábamos del tipo de escuela que queríamos, el hijo de la Josefa no hacía sino incordiar dando golpes contra las puertas del Centro. En un principio creímos que para librarnos de sus pueriles asonadas, lo mejor era pasar de sus chiquilladas. Pero su provocación iba en aumento. Encaramado como un mono entre las rejas nos interpelaba desde fuera con un guirigay entre etílico e inteligible, nos sacaba la lengua, arrugaba dubitativo el entrecejo cual un oteador de gamusinos. Luego, no sé cómo, logró entrar donde estábamos. Cogió una silla y cual un niño bueno se colocó en la primera fila. Sin perder detalle se puso a escuchar la de cosas sublimes que decíamos en aquel momento: frente a una escuela autoritaria, sin participación, acrítica y clasista queremos una escuela participativa que permita el desarrollo integral del niño….

De pronto, el Gato empezó a extrañarse de tan sabios razonamientos. Nuestras elucubraciones pedagógicas, cual si fuesen chuzos de punta contra su delicado cerebro, dieron fin a su aplicado comportamiento. Las facciones de su discente cara pasaron a ser los bufidos de un félido escaldado que del agua fría huye. Ora retrocedía a gritos encorvándose dando saltos como los canguros, ora avanzaba solemnemente entre sillas y mesas, creyéndose un elefante. Alguien fue en busca de la madre, la señora Josefa, esa mujer sufrida con cara de niña buena que vendía iguales en las puertas de la Arrixaca. Tal vez ella sabría cómo hacer para que el hijo nos dejara tranquilos y así nosotros poder continuar con nuestros sesudos racionamientos en favor de la infancia.

Al entrar la Josefa y viendo completamente drogado al hijo, se abalanzó sobre él amarrándolo con sus manos. No sería la primera vez que la madre lo veía en tales circunstancias, pues instintivamente, sabiendo de lo que se trataba, de un tirón le quitó un tubo de pegamento que llevaba escondido debajo de la camisa. Los dos se enzarzaron en una pelea. El Gato empezó a dar patadas como un loco contra una estantería. Todos los libros se vinieron abajo, Montesori, Piaget, Paulo Freire, entre otros muchos pedagogos ilustres. Luego vino la calma, él se acurrucó en un rincón del aula. La madre salió con el tubo de la cola impacto. La asamblea reanudó su trabajo, pero no era lo mismo. Las brillantes ideas la libertad como práctica educativa, gestión democrática, igualdad de oportunidades, enseñanza individualizada, valores, centros de interés… no llovían como antes. Ninguno ya dimos pie con bola.

El Gato se apoltronó en un rincón al lado de una papelera. En ella vi yo que ansioso buscaba algo. De entre las basuras sacó una bolsa de plástico, se la esclafó en la cara y se puso a inhalar con los ojos en blanco como un alucinado. Resoplaba escandalosamente. El espectáculo se hacía insoportable. Uno de los padres, agarró fuertemente al muchacho y en volandas los plantó de un golpe en la calle. Fue entonces cuando el zagal empezó a vociferar con grandes gritos: no quiero a nadie en el mundo. No quiero vivir más. Y acto seguido cogió una gran piedra y rompió los cristales de todas las ventanas de... nuestro Proyecto Educativo. ¿Quién será capaz de ponerle los cascabeles al gato? Ya, nadie. El hijo de la Josefa, después de pasar por la cárcel, hace más de veinte años que cría malvas en el cementerio parroquial.

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