jueves, 7 de marzo de 2019

David contra Goliat



Más de una vez me tocó presenciar aquellos trastornos. En el momento menos esperado intempestivamente se apoderaba de él una fuerte sacudida. Blandía desordenadamente sus brazos y sus pies en todas las direcciones hasta caer al suelo retorciéndose como un guiñapo. Con todas nuestras fuerzas nos abalanzábamos sobre su cuerpo para impedir que los bruscos movimientos desatados le ocasionaran alguna herida o quebradura. No había manera. Imposible contener furia tan desencadenada. Debíamos también nosotros protegernos. Le echábamos entonces el colchón de la cama encima para contener a modo de escudo sus convulsiones epilépticas. Y así, a duras penas, reteníamos y amortiguábamos los golpes de sus miembros en agitación continua.

Una fuerza irresistible, como un rayo abrasador que ciegamente ambiciona su descarga, veía yo salir de las entrañas de mi hermano. ¿Os acordáis de El Horla, aquel relato de Guy de Maupassant, en el que un extraño ser invisible se apodera del protagonista volviéndole loco? Pues bien, contra ese mismo engendro se las veía mi hermano. En el interior de su boca babeante, los dientes castañeaban como redobles de un tambor. Cuando su oprimida lengua era atrapada por el martilleo de sus dientes, hilillos de sangre serpenteaban por su barbilla. Los ojos en blanco, vacíos de visión, espantaban a cualquiera de los presentes, impresionados por su aspecto onírico y alucinado. Sus bramidos aumentaban, se agigantaban llegando a alcanzar tonalidades que iban de la vesania de una fiera en abierto combate, a los aullidos y lamentos de un animal acosado y sin escapatoria. Recuerdo que una de las veces, el trastorno le sobrevino en el momento en que estaba afeitándose, no con rastillo ni máquina eléctrica, sino con la mejor navaja barbera que disponía nuestro padre. Menos mal que el ataque le sobrevino desplomando su cuerpo hacia atrás; de lo contrario podría haberse hecho un corte de envergadura en la cara.

Todavía retumban en mis oídos los gritos y alaridos de mi madre. Cada vez que ocurría el acceso, aunque estuviese en el rincón más apartado, empezaba a vociferar yendo de aquí para acá, nerviosa y excitada sin saber qué hacer. Sólo al mencionar simplemente la palabra ataque, una gran tristeza y desconsuelo se apoderaba de toda la familia, sobre todo de mi madre. En casa, todos evitaban pronunciar aquella palabra maldita. Maldita para todos, excepto para mi hermano y para mí. Él, porque perdía la conciencia en el momento del ataque, y los golpes de aquella fiera no los sentía; y yo, porque disfrutaba viendo a mi hermano salir siempre victorioso de aquella contienda contra aquel espectro salvaje.

Donde los demás veían enajenación, miedo, delirio, estrago, dolor y angustia, yo me maravillaba contemplando cómo mi hermano se deshacía de aquel enemigo que desde dentro acuchillarle quería. Siendo yo unos años menor, siempre su actitud fue para mí un acto de valentía. Mi hermano era mi héroe. Me enorgullecía verlo combatir de aquella manera contra las iras de Apolo, hijo de Zeus, al que según Homero le complacía herir desde lejos a los mortales en sus momentos de cólera. Siempre consideré a mi hermano como un laureado vencedor, capaz de traspasar cualquier tornado de fuego. Cual paloma incólume siempre salía airoso y vivo de entre las llamaradas devoradoras de aquel volcán innombrable. David contra Goliat.

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