domingo, 3 de marzo de 2019

Fragancia de melancolía



Embelesado por un Víctor Hugo, el fuerte, rayo y trueno; un Paul Verlaine, ambiguo y desgarrado; y Allan Poe, un raro y terrorífico. Rubén Darío se refugia en sus lecturas. Hace tiempo que no sube a la buhardilla, a su torre de marfil. Allí guarda Darío los cuadernos que de joven escribiera, su sed de amor, sus bizarrerías. Allí quemaba las hogueras que en su corazón ardían, la rabia contenida, las azules alas de sus rimas inflamadas, el volcán de sus pasiones, la ilusión azul de su futuro, sus expectativas, los primeros descalabros de sus andares sin caminos, sus propósitos, la hoja aventurera de su ruta incierta, los ojos radiantes de Hipodamia. Allí esperan sus poemas como un perro hasta que su amo vuelva.

Después de vagar por veranos estériles, inviernos sin abrigo, otoños ocres y amarillos, Darío decide encerrase en sí mismo, encontrarse con su juventud llorada, potro sin freno, hacerse de nuevo con las letras de sus saetas melancólicas, alejandrinas, modernistas, juveniles; quiere regresar a la Primavera que dejara en aquellas libretas olvidadas y que se fueron para no volver. Recuerda el poeta que allí dejó también su dulce niña de mirada pura, sonrisa clara y cabellera oscura. Era tan hermosa que fondo y forma eran la misma cosa.

Todo allá arriba bien guardado estaba. Eso creía Darío. Abrió anhelante la trampilla que daba acceso al tabernáculo de sus cuadernos. Quería dar con su juventud, pero su princesa allí no estaba. Sólo halló desengaño y amargura. Y aquel que siempre creyó que su imaginación daría luz a la verdad, se encontró con el azul desvaído del fantasma de una niña devorada por los ratones, su pasado volatizado y errante. ¡Ya no hay princesa que cantar!

Y aquel que quiso aunar fondo y forma, esculpir su alma en el acero inoxidable con el colorido más exuberante, parnasiano y simbolista, vio que la rosa celeste de sus años mozos, su divino tesoro decadente, allí no estaba. Sólo palabras hermosas, lindas, de colores, triunfales, encendidas, musicales, pero sin cuerpo alguno de mujer a quien decirlas. Adiós para siempre mi belleza.
Los violines de la bruma
Saludan al sol que muere
Salmodia la blanca espuma:
Miserere.

(Tarde del Trópico. Rubén Darío)

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