domingo, 3 de febrero de 2019

Mujer primavera






Coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.                                                                     
 
Garcilaso. Soneto XXIII



Esta tarde el viento se ha llevado mis pensamientos más allá del paredón del olvido, allí donde duermo el oro callado de mis veleidades, allá donde mi alma está siempre contigo.

Antes de morir quise hacerte una pregunta, esa pregunta que nunca pude acabar mientras estuve viva. Eras tan tuyo, tan susceptible, tan prevenido… Antes que yo abriera la boca, allí estabas tú para hacer de mis palabras un fardo de silencios infinitos, incomprensibles, inmensos.
Déjalo, no es el momento. Tiempo tendrás más adelante.
No solamente a mí, tu esposa, mujer abierta y culta me cortaste los vuelos. Raíces y alas. Pero que las alas arraiguen y las raíces vuelen. Yo, palmera de luz y tallo libre, que aprendí a volar con Tagore, me perdí a mí misma con tal de no perderte, hombre áspero y malhumorado, verso enfermo; pero ¡ay, te quise tanto! Eras así con todo el mundo, extraño, arisco, seductor, tozudo y cascarrabias. Nunca entendí que de boca de señor tan hosco y aburrido salieran cosas tan bellas. Y así como de la cueva negra y salvaje nace el agua mansa, de tu alma veía yo, mujer primavera, clarear los olivares al alba.

Hice de tu poesía mi vida. Me olvidé de mí. Me encontré en el perfume de la flor de tus poemas. Hice allí mi nido eterno. Despedí a mi novio el abogado de Boston. Me casé con el de Moguer. Y vine a parar en los brazos de un verano verde de oro blanco, jardín mío, despertar santo.

Si yo era la risa, tú eras el llanto. Yo, la aventurera, la que me escapaba de casa para enseñar a leer y a escribir a las reclusas, mientras tú te quedabas tumbado en la cama cantando al árbol verde, al pozo blanco, al cielo azul y plácido…

Tan absorto y ocupado siempre entre tus cosas. Me daba pena que no disfrutaras lo que tanto añorabas a través de tus pastoriles letras. Por eso, antes de que el cáncer acabara conmigo en aquella clínica de Puerto Rico, te volví a hacer la pregunta de siempre:
Si te dieran, Juan Ramón, a elegir entre el verde de mi primavera y aquel libro tuyo de hojas de emoción frenética, “Diario de un poeta recién casado”, ¿con quién te quedarías?
No me dio tiempo a escuchar tu respuesta. Mis ojos se ¿encendieron?, o se apagaron en los tuyos para siempre. No pude darme cuenta.

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